CANGAS.- La liberación de Pilar

El carrito de la compra como pretexto o cómo echar la mañana en el Super

La casa se le caía encima. Desde que se había prejubilado su marido no paraba en la misma. Bueno en realidad no había parado nunca, pero las rutinas del trabajo le llevaban y traían con regularidad, horas de bar incluidas. Ahora, al decir de Pilar, era un muermo siempre atravesado y sin nada, absolutamente nada que hacer, salvo gruñir y repetir y repetir que “acabaron con la mina, acabaron con too”. Y entraba y salía veinte veces siempre a  la caza de algún incauto con el que pegar la hebra sobre unas minas que cerraron hace ya años. Y allí se quedo el su Manulo enganchado en los últimos arranques y negociando los destajos de las cortas de una u otra mina de la comarca

El caso es que la nueva situación alteró todas sus rutinas y ahora la casa se le caía encima. Sus hijos  volaron del nido hacía ya tiempo y ni siquiera estaban ya en Cangas. Quería buscar en la calle el rescoldo de vida que ya no encontraba en el hogar. Pero criada a la vieja usanza en su aldea y pese a llevar ya muchos años en la villa, seguía con aquellas ideas muy presentes. Una mujer no podía, ni debía, salir sola a determinados sitios, y entre ellos se encontraban los bares. ¡Que pensaría su madre si la viese entrar sola en un bar! ¿Y las otras mujeres de su aldea?

Alguna vez se había animado y salió a la calle decidida. Iría a tomar café a La Calzada. Su marido andaría dándole a la lengua por la esquina de la Caja de Ahorros y como mucho entraría en el Elvi, o donde Antón. Así no la vería. Al llegar a la puerta miró de reojo y aceleró el paso. Había unos cuantos hombres en la barra. ¿Y si alguno se lo decía a su marido? Comenzó a ir más y más deprisa, casi corría. De repente se sintió sujeta por el brazo. Se volvió asustada. Era una vecina

-¿Dónde vas tan sola y tan rápido? ¿Ha pasado algo?

No supo que contestar, se aturrullaba al inicio de cada frase

-Comprar, comprar…Voy comprar

-Poco comprarás, no llevas ni carro

La dejó con la palabra en la boca y se despidió azorada.No tardó en llegar de nuevo a casa.

Eso es, el carro, el carro de la compra es el pretexto perfecto para justificar cualquier salida ya fuera mañana o tarde. Y recordó entonces como conocía a algunas mujeres que, se las encontrase donde se las encontrase y fuera la hora que fuera, siempre iban con el carrito de la compra a cuestas. Y allí los veía aparcados junto a las mesas de los bares en las que tomaban café. ¡Ahora lo entendía! ¡Pero que torpe había sido!

El carrito seria su pasaporte hacia la libertad. Y una vez que se acostumbrasen a verla en uno y otro lugar lo guardaría en el trastero y volaría libre como los pájaros de su aldea llegada la primavera. Y su marido tendría que fastidiarse, Ya había estado bien de tenerla atada a la cocina y la limpieza mientras él andaba de juergas y comilonas con los compañeros y amigotes.

Se miró al espejo y aún se vio atractiva. Si se lo proponía hasta tendría éxito, se dijo sonriéndose a sí misma y desechando la idea de inmediato. Una cosa era disponer de la libertad que siempre le había sido negada, primero por sus padres y luego por su marido, y otra muy distinta convertirse en una pelandusca. ¡Faltaría más!

Esa noche, antes de acostarse, limpió el carrito en profundidad, lo dejó“como los chorros del oro” que era donde siempre ponía el máximo límite de la limpieza su abuela materna allá en la aldea. Nunca logró entenderlo muy bien, en realidad ella no había visto nunca un chorro de oro y, ni su abuela ni nadie, se los había enseñado o explicado cómo eran.

Durmió un tanto inquieta despertándose varias veces  a lo largo de la noche. Esa decisión que ahora a muchos de nuestros lectores les pueda parecer una nimiedad, era para ella una decisión dura, arriesgada, que incluso podía llevarla a que en su casa le retirasen el saludo y no digamos en la de su marido. Y eso amén de la campaña de las cotillas de guardia que no perdonarían su decisión de dejar de ser una mujer discreta, silenciosa y prácticamente  invisible, para pasar a desempeñarse como una mujer plena, ejerciente de todos sus derechos y libertades.  Y ¡fíjense! Todos esos derechos no irían mucho más allá de salir a tomar café con las amigas o a cenar en alguna solemne ocasión como en los días de la Novena del Carmen.

Llamó a Alicia, una amiga de su juventud, de un pueblo cercano al suyo, y que también había tenido que bregar con el patriarcado de la aldea y los derechos del muirazo pretendiente primero y después del marido. Con el paso del tiempo se había sacudido todas las convenciones sociales de encima y era un espíritu libre de esos que el decir popular asegura no se le caerá nunca la casa encima.

Quedaron para tomar café en el Cadillac con otras amigas con las que Alicia ya había contactado. La pidió Pilar que la esperase al inicio de la calle, aún no se atrevía a entrar sola así,  de repente.

Se acicaló y se lanzo a la calle empujando con displicencia su carrito.

-¿Ónde vas con el carromato? le espetó Alicia nada más verla.

-Bueno yo pensé que…

-Ya ya…para disimular como esas cotillonas que se pasan todo el día en la calle empujando de aquí para allá el dichoso carromato y como mucho compran una lechuga. No pudo por menos de sonreír y relajarse con la firmeza y el sencillo y contundente decir de Alicia.

Entraron en el bar. Había muy buen ambiente, mucha animación y predominaban las mujeres, algo que le dio muchísima tranquilidad.

-¿Esto es siempre así?, preguntó tras las presentaciones de rigor

-Pues claro nena, aquí tamos toas liberadas, le soltó Alicia abrazándola

Se dejó ir, se relajó, participó de bromas y conversaciones. Y el tiempo se le fue de las manos. Se levantaron listas para salir, repartió besos y gracias mil y quedó en volver por la tarde, a eso de las seis. Pero esta vez quedaron en la Descarga. Tendría que preguntar pues no tenía ni idea de la existencia de tal bar.

Fueron pasando los días y las salidas al café se fueron integrando en la cotidianeidad de las cosas. Poco a poco, su marido fue cediendo y dejo de interesarse si iba o venía o si tomaba café o vinos. Lo que hiciera o dejase de hacer  su mujer no alteraba sus rutinas ni salidas. Con que tuviera comida y cena listas, el resto le daba igual.

Claro que no perdió ocasión de advertirle sobre las compañías y que ni se le ocurriese alternar donde hubiese hombres, que estos solo quieren una cosa de las mujeres, la repetía rematando sin sonrojo alguno:

-Sobre todo si son mineros, que eso lo sé yo muy bien.

Pilar se encogió de hombros y no mucho después el carrito quedó aparcado como pretexto, solo salía cuando verdaderamente era necesario.

Pero sólo fue el suyo. Pronto se dio cuenta que había un determinado segmento de mujeres que seguían utilizando el carrito como justificante o pretexto. Casi todas habían dejado ya atrás los cincuenta, pero había excepciones. Pasaban una y otra vez arrastrando el carromato que diría Alicia, Calle Mayor, arriba, Calle Mayor abajo, o Paseo subiendo, Paseo bajando. Y se paraban una y otra vez en corros y corrillos parloteando sin parar. No les importaban que los viandantes hubieran de salir de la acera  a la calzada para poder pasar. Ellas seguían impertérritas con su charlas y sus carritos vacios atravesados hasta llegar al inevitable,  “me voy que tengo mucha prisa” que comenzaban a recitar a las diez de la mañana y con el que llegaban hasta la una.

Pero le llamó aun más la atención lo que ocurría en los llamados “Super”, las grandes superficies comerciales. Como no podía ser de otra manera, fue Alicia la que le abrió  los ojos, los ojos, las suspicacias y el malmeter. Había mujeres que pasaban allí toda la mañana  de corrillo en corrillo y de saludo en saludo. Las más jóvenes ni siquiera llevaban carro. A su puesta al día de lo que allí se cocía contribuyó también notablemente Isabel, una canguesa de grandes ojos negros que era lo más parecido, sí que es ello existía, a un diablo con faldas.

Y comprobó cómo había también hombres, especialmente separados, que desarrollaban las mismas tácticas y técnicas del mujerío abordando a unas y otras. Y algunos matrimonios de jubilados que pasaban la mañana en aquellas grandes tiendas. Era el mejor sitio de parlar y cotillear sin tregua. Le llamó la tención que fuesen asiduos de esta práctica algunas de  las parejas consideradas “gente bien” de la villa,

-Pero, ¡vamos a ver nena! Lo de ligar en la discoteca ya pasó, eso queda para las yogurinas; donde ahora se liga es aquí, ellos y ellas. Pero tú ¿dónde has estado viviendo? Ligar se liga aquí, ¡espabila!

No tardó en comprobar que sus compañeras de café y vinos tenían razón y no tardó tampoco en ir conociendo líos y ligues, encuentros de una noche e incluso separaciones, allí cocidas. ¡Y ella viviendo en las nubes idílicas de la aldea!

Decidió ser comedida al igual que sus compañeras y no ir más allá de sus cafés y sus vinos, pero no  por ello dejar de cotillear cuantos líos se cocían en la villa fuera dentro o fuera de los súper. Como decía Alicia, ello era la esencia de la vida, como la coca-cola

Aquella noche, arrebujada entre las sábanas sonreía recordando lo vivido

-Oye Manulo, tú antes de salir conmigo ¿dónde ligabas?

-Notó un brusco movimiento y oyó un gran resoplido

-¡Pero qué ligar ni qué mi  puta madre! Desde que sales con esas pelanduscas has perdido la chapeta. Yo cuando quería una mujer, la pagaba y listo, nada de gilipolleces. ¡Y déjame en paz!

-Pero que carneiro señor, que carneiro. Se acomodó la almohada y no tardó en quedarse dormida. Era una mujer liberada.

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R. Mera