CANGAS DEL NARCEA.- Luyís: el nacimiento de una canción

CANGAS DEL NARCEA.- Luyís: el nacimiento de una canción

Habrá muchos, muchos cangueses, la gran mayoría, a los que este nombre  no les diga nada ni lo hayan oído nunca. Pero puede que aún quede alguno que, dejados atrás los noventa, se haya sobresaltado al verlo aquí escrito: ¡Luyís! ¿O es Luis? No lo he oído nunca pronunciar ni sé como lo pronunciaban los protagonistas de esta historia, ni tampoco como se pronunció posteriormente. Quede pues ahí la duda y sea la perspicacia del oyente la que la deduzca en su contexto.

Para otros, quizá el nombre haya despertado alguna casi diluida remembranza de alguna historia que le contaron en su niñez de algo que había vivido su abuelo o su bisabuelo; lo más normal es que el nombre no diga nada a nadie.

 Pero vamos con la historia:

 El siglo XX iniciaba su segunda década. Era un día espléndido y en los alrededores de la Regla había fiesta. Xisto, Genaro, Paquito, Luis Uría y Luis de Fanxarín se animaron de inmediato, alquilaron un automóvil y allí que se plantaron, pero…

La fiesta estaba aburrida, solo había dos meriendas de Cangas; una gaita, un pandero…; son de arriba desangelado, cerveza caliente… Nuestros jóvenes no llevaban merienda alguna ni había por allí dónde adquirirla. Un tanto desilusionados emprendieron la vuelta y, por no perder el día, decidieron parar en Llano.

Era un lugar  precioso con una enorme figal. Y allí estaba Don Mario Gómez con un queso en la mano. Se lo dio a  probar y se  despertó el hambre en nuestros jóvenes. Y la sed.

-¿Merendamos? Hubo unanimidad

-¡Manula! ¡Otras dos pucherinas!

Luis y Paquito siguieron hacia Cangas acuciados por un compromiso misterioso. Los otros se colocaron todos bajo la figal atacando los jóvenes el queso en enérgica competencia con Don Mario y Don Fernando Blanco.

-¿Qué tal unos chorizos?

-Venga. ¡Manula! ¡Acércanos otra pucherina!

Se aumentó y estiró el condumio y, ya se sabe, cuando el estómago de un cangues se siente agradecido pide siempre una canción y los allí presentes no se hicieron de rogar. Arrancaron con El estudiante de Salamanca  para cerrar con Le boéme, pasando entre medias por el puente colgante tan elegante que hay en Bilbao para terminar con Aldeana  sencilla. Ni en sus sueños más disparatados podrían nunca imaginar aquellos cangueses que, con el paso de los años, su pueblo de Cangas  presumiría de tener  un puente colgante tan importante o más que aquel de Bilbao al que cantaban.

Poco a poco llegó la noche: “la luna, espléndida se asomaba  curiosa por encima de Santa Eulalia como si deseara escuchar mejor aquellas canciones. El movimiento en la carretera se hacía menos intenso.

-Ya podemos ir a Cangas sin tragar polvo, se dijeron.

 Pero, ¡se estaba también allí!

-¡Manula! Otra puchera ¡Pero que sea doble!

El vinín de Cangas, el atardecer, la luna, el espíritu romántico de aquellos cangueses, la gran copa de higuera que los cobijaba, el rumor lejano del Narcea…. les llenó el alma de afecto y optimismo. Y todos se contagiaron y así no fue de extrañar el que Don Mario, mientras Don Fernando Blanco peroraba con Genaro sobre ciertos muebles preciosos, musitase una música que nunca antes habían oído y que, poco a poco, fue tomando forma. Aquella música había de hacer época entre determinada juventud canguesa; tanto que, algunos años después, Luís de Fanxarín daba por hecho que todo el mundo la conocía:

Esta era la letra:

Fuimos a la fiesta

¡Ojala nun fuera!

En la fiesta taba Luyís

Viume de lejos,

cuasi si no me viera

¡Nun me dixo nada!… ¡Ay de mí!

¡Nun me dixu nada, nada!,

Nun miro pa ondi you taba

¡Ay de mi!… Y nun me quier Luyís.

Sonaba aquello a una extrema evocación de una juventud ya tiempo pasada; una juventud que añoraba días de amores mozos muy lejanos. Estaban tan absortos escuchándole que a ninguno se le ocurrió preguntar quién era aquella Luyís, o si en realidad ocultaba el verdadero nombre de alguna canguesa a la que requirió de amores. O quizás también perteneciese a alguna joven así realmente llamada a la que un joven Mario Gómez conoció en unas u otras tierras lejanas por las que tanto viajó.

 Le hicieron repetir cientos de veces la melodía  hasta que la aprendieron. Dos horas más tardes, entrando ya en la villa por Ambasaguas, la cantaban ya triunfalmente a dos voces. Y así llegaron hasta la confitería de Milagros donde hubieron de aprenderla también todos los habituales.

Y Luyís quedó en la memoria de muchos de aquellos jóvenes hasta que el paso del tiempo y los cambios de costumbres y modas sociales y musicales, acabaron por enterrarla en el olvido. Perdimos la música pero aquí quedan la historia y la letra.

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R. Mera