De elucubraciones de bar e imaginaciones eróticas

Cerré el periódico del día, ajusté sus hojas y  lo doble cuidadosamente depositándolo encima de la mesa sobre la que reposaba la cerveza que acababa de tomarme.

Como quiera que aún me pareció un poco pronto para llegarme a casa en  busca de la comida del medio día, me acerqué a la barra a saludar a un trío de conmilitones que en la misma discutían animadamente. Antes de seguir adelante, y por el aquel de los furibundos censores de las Redes y similares, o aquellos de esquina en prédica como vengo definiendo a los cotillas habituales de esquinas y plazoletas, le recordaré que conmilitón, según el DRAE se dice del “soldado compañero de otro en el ejército o la guerra”; de ahí paso a llamarse de igual forma a compañeros de aventuras o de farras.

Permítaseme que, por prudencia, me reserve el nombre de los tales no sea se me enfurrusquen no ya sus hijos, sino los nietos.

-¡Hombre Mera! Que bien nos vienes para mediar en una disputa. Mira para esa mesa, pero disimuladamente, me dijo uno de ellos.

Así lo hice. Había una mujer mayor sentada y junto a ella, de pie, una joven esbelta y  de muy buen ver que, deduzco, era la que centraba no solo sus palabras sino también sus miradas.

-A ver. Tú que eres un hombre estudiado dinos cómo es posibles que de un padre tan feo, como es el de esa moza, pueda salir una cosa tan guapa y que esté tan buena.

-¡Joder, pues sí que sois exigentes!. No tengo ni idea de quien pueda ser su padre y sí, es verdad que está muy curiosa. Tan solo se me ocurre argumentar que el día que decidieron ponerse a la tarea para traerla al mundo, tanto el padre como la madre manejaron muy bien “el cincel” para moldearla.

– De esos casos conozco yo unos cuantos. Mira había una en Bergame…

-Para, para ya mirai pa la puerta

Miramos y vimos entrar lo que se adivinaba un matrimonio acompañado de una joven y una niña. La que  creímos más joven, aunque no muy alta era una mujer agraciada, vestía una falda de vuelo por encima de la rodilla, una cola de caballo que se balanceaba al andar y piernas torneadas. El hombre era grande y fornido y, pese al frío, se quitó la cazadora y se quedó en mangas de camisa. La más niña tal como todas las niñas, ya que debía de andar por los seis años. La otra, de media melena, vestía pantalón vaquero con rotos  aquí y allá y una gabardinona que le llegaba hasta los pies aun cuando por la parte delantera la llevase abierta. Se colocaron en la barra justo al lado de donde nosotros nos encontrábamos y entonces salimos de nuestro error. La más pizpireta y juvenil, la que había llamado nuestra atención, era la madre; la de la gabardina una hija que debía de andar entre los 18 y 20 años.

– No tenemos ni idea de nada, dijo el más callado de los contertulios, ni siquiera Mera. Ni con las de antes ni con las de ahora hemos dado una. No estamos preparados, lo mejor será que nos vayamos a yantar y nos fijemos en la de casa que no tenemos ya edad para aventuras ni aventurillas, ya tan solo tamos para que unas ya otras nos alegren la pupila

-Tú sí que estas hecho un buen pupilo

Entre risas nos dirigimos la puerta no sin echar un último vistazo a las mujeres objeto de nuestras disquisiciones.

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R. Mera