“El espía con bragas” y la brutalidad de Bravo Montero en Cangas del Narcea y su comarca

 Manuel Brabo Montero fue un militar relacionado con Asturias desde 1934. Aunque mantuvo una actitud equívoca al inicio de la Guerra Civil, Brabo se redimió de sus ambigüedades colaborando con la quinta columna y, en 1939, al frente del Rondín Antimarxista, una red de represión vinculada a Falange.

Un jefe de la Brigada Social dijo del Rondín que “sus tropelías hicieron reverdecer el recuerdo de las checas rojas”. Como se granjeó alguna antipatía por su carácter prepotente se decidió enviarlo a Asturias como capitán de la Guardia Civil para que demostrara su patriotismo en territorio hostil.

Y aquí surge el motivo por el que el tal Brabo viene hasta esta página. En el verano de 1.941 llega a Cangas del Narcea y  hasta julio de 1942 estuvo al frente de las fuerzas concentradas en esta localidad donde quedó imperecedero recuerdo de su brutalidad.

Como torturador alcanzó su apogeo tras la matanza del Connio, perpetrada por la partida del Santeiro el 27 de marzo de 1942. No capturó a ninguno de sus componentes, pero ejerció todo tipo de violencias sobre los supuestos enlaces de Cangas del Narcea, Ibias, Ancares, Anllares y Fornela.

muerte-espia-bragas“El espía con bragas” es el título de una novela de José Fernando Mota Muñoz y Javier Tébar Hurtado, encuadrada en el género negro, en cuya trama aparece el citado Manuel Bravo Montero.

Los múltiples actores  del mosaico que configura la trama de la novela nos conducen por variados vericuetos con una prosa pulcra, en la que las aristas del rigor histórico más exigente se tamizan con literarias reconstrucciones de ambientes y emociones propias de la novela negra para componer un relato innovador, sugerente e hipnótico.

 En la crónica sobre la misma, escrita por Ramón García Piñero en su presentación, puede leerse lo siguiente:

 “La celebración de la fiesta del Caudillo de 1943 tuvo en Barcelona un prólogo trágico: en Argentona fue hallado un moribundo que falleció tras balbucear unas palabras. Un examen del cadáver puso de manifiesto que tenía el rostro desfigurado por los golpes recibidos y portaba ropas modestas. Una vez desvestido, se desvelaron dos detalles que ponían en evidencia el móvil del crimen: estaba depilado y llevaba bragas. Un turbio crimen pasional entre “invertidos”, se concluyó, protagonizado por epígonos de la degeneración roja.

Nada más lejos de la realidad. La torpeza de los verdugos facilitó la identificación de la víctima, Joaquín Gastón, un agente poliédrico que enlazaba a los anarquistas del exilio y el interior, colaboraba con los servicios secretos británicos y rendía cuenta de todo ello a la Dirección General de Seguridad, la cual filtraba sus confidencias al contraespionaje alemán. Otro cúmulo de desatinos desveló la personalidad de los autores: tres falangistas dispuestos a realizar cualquier trabajo sucio con tal de figurar como centinelas de la «revolución nacionalsindicalista».

Cuando estos matarifes de medio pelo se cercioraron de que, esta vez, no les bastaba con proclamar que habían prestado un servicio más a España, acabaron confesando que habían actuado al dictado”

Tras su estancia en Cangas del Narcea, en julio de 1942 , Bravo fue desplazado a Rioseco (Sobrescobio), epicentro de la actividad guerrillera del alto Nalón. “Aquí volvió a desplegar su ya acreditado manual de tortura, cuyas páginas fueron descritas por algunas de sus víctimas. No bien se asentó en su nuevo feudo, aplicó la ley de fugas a Alberto Concheso, hermano de un inmolado en Funeres. Mostró una morbosa predilección por martirizar a las mujeres, a las que definió como “campesinas y juguetonas, coloradas y sanas, podridas y vengativas”.

Reforzado por sus “méritos de posguerra”, en diciembre de 1942 regresó a Barcelona. En la Ciudad Condal recompuso su red de colaboradores y visualizó su obsesión: dirigir el aparato de espionaje de la ciudad. El ascenso a comandante y la asunción del Servicio de Información de la Guardia Civil le hicieron concebir que el objetivo estaba al alcance, pero su implicación en la muerte de Gastón convirtieron el sueño en pesadilla”.

Llegados a este punto, continúa la citada crónica de presentación, una duda debe carcomer al lector: ¿Fue Brabo Montero el inductor de la muerte del espía con bragas? y, si la respuesta es afirmativa, ¿por qué adoptó una decisión que truncó su carrera? Quien se aventure en el relato que aquí se reseña descubrirá que, en la mejor tradición de las novelas del género, la sombra de la sospecha recae en todos los actores presentes en una trama reconstruida con hipótesis multidireccionales.

Para desvelar el misterio, como capas de una cebolla, se recomponen las implicaciones de un asesinato perpetrado en vísperas de un canje de prisioneros y en un contexto de reacomodo de la política exterior franquista al curso de la II Guerra Mundial; asimismo, se disecciona la idiosincrasia de autores e inductores del crimen, entre los que se entremezclan las contradictorias ambiciones de autoridades, militares, policías, falangistas, confidentes y arribistas de toda condición, y, como telón de fondo, nos sumergen en los albañales del aparato represivo y los servicios de contraespionaje franquista de la Barcelona de posguerra”.

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R. Mera

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