Remenbranzas berzocaniegas- Tío Serafín: Ha dicho mi padre que de usted la luz

Remenbranzas berzocaniegas- Tío Serafín: Ha dicho mi padre que de usted la luz

(Niños en la Plaza unos años después)

-¡Tío Serafín!, que ha dicho mi padre que de usted la luz

A voz en grito, y desde la puerta de entrada a la casa del citado, un puñado de chavales cumplíamos así el encargo que el padre de uno cualquiera de nosotros nos había dado en la Plaza.

Pero situémonos en el lugar y el momento:

Trascurría la última década de los cincuenta y en Berzocana la luz eléctrica solo funcionaba por la noche. Cuando ya llegaban las primera sombras, tío Serafín, el electricista encargado de la cuestión lumínica, cerraba la puerta de su domicilio, la primera a la derecha en la Calle Gradillas, esquina a la Calle Nueva o Balcones, y enfrente del comercio de tío Paco, y se dirigía pausadamente hacia el trasformador situado en la Calle Pizarro, al lado de la Fábrica de Harinas desaparecida hace ya años pero cuyo edificio perdura.

Cuando llegaba a la Plaza, donde los chavales corríamos y gritábamos como bandada de vencejos en los inicios del verano, alguien, al verle, gritaba:

-¡Tío Serafín!

Y la bandada infantil corría hacia el electricista formando tras él un cortejo que le escoltaba hasta el transformador.

Era un hombre enjuto, de facciones secas y pronunciadas y con unas gafas indefinidas, de montura oscura, cabalgando en precario equilibrio sobre su nariz. Una de las patillas estaba sujeta con cinta aislante Vestía casi siempre una chaqueta azul mahón típica durante muchos años de mecánicos y obreros de la industria y el metal. Su carácter era variable, como el tiempo en primavera, y tan pronto bromeaba con nosotros como nos largaba una filípicas y broncas de no te menees.

Al llegar a la estrecha puerta del transformador, también muy estrecho, nos colocábamos en semicírculo alrededor y esperábamos expectante el momento decisivo. Consciente de su importancia en aquel momento, tío Serafín alzaba pausadamente la mano y cogía el mango de la llave que habría de obrar el milagro. Era éste negro y movía tres pestañas metálicas. Al bajarlas se incrustaban en otras tantas ranuras con un gran chispazo que nos hacía retroceder un paso instintivamente.

Y se producía el milagro totalmente incomprensible para nosotros en aquel entonces. La bombilla del trasformador se encendía y con ella todas las colocadas en los palos al efecto colocados en las calles, que tampoco eran tantos, dicho sea de paso. Era aquello un prodigio al que asistíamos atónitos día sí y día también pese a que la intensidad lumínica no iba mucho más allá de unos metros alrededor del citado palo

Producido el milagro corríamos de nuevo a la Plaza dejando solo a tío Serafín en su viaje de vuelta casa.

Una de aquellas hornadas de chavales

Era igual que fuese invierno o verano. Era la falta de luz en la tarde la que marcaba la hora del encendido y también la de nuestra vuelta a casa. Era el reloj que regulaba nuestro juegos de tarde fuese la época que fuese. Digamos a los más jóvenes que entonces se jugaba en la calle, hiciese el frío que hiciese, cascase el sol o lloviznase. Si la lluvia arreciaba allí estaban los portales de la Audiencia (Ayuntamiento) para acogernos. Aunque estábamos en pleno franquismo, los niños de entonces gozábamos de una libertad que los de ahora ni imaginan ni los padres actuales consentirían en estos días de sobreprotección y de actividades extraescolares (antes clases particulares y carácter muy excepcioal).

Pero cuando se requería la presencia de tío Serafín fuera de su rutina diaria de encendido (al pagado no asistíamos ya que era de mañana) era cuando había partido de fútbol.

Lo de la televisión era entonces algo de lo que ni siquiera habíamos oído hablar y a los transistores aún les quedaban unos años para aparecer. Tan solo había en el pueblo unos tres aparatos de radio que, necesariamente había que enchufar. Y era entonces, en los domingos de partido principalmente cuando había que avisar a tío Serafín para que adelantase el encendido y los pocos berzocaniegos entonces aficionados pudiesen escuchar los partidos.

-¡Tío Serafín!. ¡Que ha dicho mi padre que de usted la luz!

 

 

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R. Mera

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