20 de enero: San Sebastián Ballesteros o carambanero

Frios de enero

Hace apenas cuatro días mis paisanos de Berzocana celebraban la festividad de San Fulgencio, patrón de la Real Villa y de la diócesis placentina.

Llueve desde ayer en Cangas del Narcea y sin embargo, esta mañana, mientras veía la lluvia chocar contra los cristales de la ventana, vino a mi mente una mañana soleada y fría, y oía la campana gorda de la de facto concatedral berzocaniega tocar de aquella manera tan peculiar de golpes secos y seguidos con que lo hacía en aquellas mañanas como las de hoy. Era el único día en que sonaba así.

El aluvión de recuerdos vino provocado por una voz en la radio que señalaba:

-San Sebastián celebra hoy su especial fiesta y las tamborradas ya están en las calles.

-¡Claro! Hoy es 20 de enero, San Sebastián Ballesteros o carambanero que decíamos en aquellos ayeres en referencia a las flechas que dispararon las ballestas que le dieron muerte, o el apelativo de las gentes de aldea que se referían al intenso frío que solía hacer en estas fechas y que convertía el agua en carámbanos.

La campana gorda

Allá a mediados de los cincuenta, el Santo tenía muchos seguidores y hasta una Cofradía con su nombre que se encargaba de organizar las actividades del día. Precisamente uno de estos cofrades, cuyo nombre no logro que me acuda a le mente, un mozo ya entrado en años, soltero y que vivía allá por entre la Casa de Dios y la Altura, era el encargado de tocar la campana, tarea que en este día no realizaban los monaguillos con algún que otro cabreo de Elías Rebollo o Canete que no les gustaba nada que les quitasen tal prerrogativa inherente a su especial cargo y responsabilidad. Ni que decir tiene que lo tales cofrades escoltaban al Santo en su procesión portando sus distintivos bastones identificativos de los cuales aún queda alguno. Hasta es posible que allá, pasada ya largamente la media mañana, Juanito Balores (la b no es un error) lo saque para recordar a los más jóvenes lo que aquí cuento.

Pero a las dos personas relacionadas con este día que más recuerdo son a mi abuelo Juan Luís, sacristán y sastre de profesión, y a tío Pedro Parao, zapatero. Estos habían decidido por su propia cuenta, y sin más expedientes que su real voluntad, que San Sebastián era el patrón de los sastres y zapateros, y que por ello había que celebrarlo “como es debío”, o sea, dedicando toda la actividad del día a tal menester.

Y a fe que lo cumplieron a lo largo de los años en que su salud se lo permitió. Ambos amigos y propagandistas del vino (sobre todo del de pitarra), una vez cumplidas con sus obligaciones religiosas hacia el Santo, se lanzaban a homenajearle y homenajearse, haciendo la primera parada en cá tío Salero, allí casi pegado a la iglesia, para continuar con el recorrido de todas y cada una de las tabernas de la villa que a la sazón andaban más cerca de las quince que de las diez, y en cada una de las cuales rezaban al menos tres padrenuestros (así denominaban a cada vinno) en honor del Santo. Si había que hacer dos veces el recorrido, se hacía. En éste dedicaban especia atención y tiempo a la estación de tía Turura, lugar donde se encontraban especialmente a gusto y del que se retiraban ya cuando el día agonizaba y se encendían las luces de las calles de la mano, o la palanca del transformador, de tío Serafín.

La otra persona especialmente recordada en este día es mi abuela paterna, Encarnación, la mujer del citado Juan Luís. Era la encargada de hacer que, de alguna manera, la grey infantil de la casa festejáramos al Santo.

La noche del 19 preparaba en una jarra una especia de limonada con vino, algo de zumo de limón o naranja (estos eran muy escasos en aquella época), mezcla a la que añadía agua y bastante azúcar.

Ya anochecido, colocaba la jarra en uno de los pequeños balcones de la sastrería que hoy dan a la Calle San Fulgencio y la dejaba allí toda la noche. A la mañana siguiente todo aquello era un sólido carámbano de un color naranja atrayente.

Foto Nines: Agua y niebla

Terminadas misa y procesión, mis primos, mi hermano y yo, nos congregábamos allí a la espera del especial regalo del día de San Sebastián. La abuela Encarna golpeaba el trozo de hielo con un machote (especie de martillo de madera) que se rompía en un montón de irregulares pedazos que repartía entre todos nosotros. Esto era al terminar los oficios religiosos y pese a que aún hacia un frio de mil carajos, nosotros chupábamos con fricción aquellos polos (así llamábamos también a los que vendía Ángel el heladero en los veranos) de invierno confeccionados en honor de San Sebastián.

Imagino que a más de uno le habrá llamado la atención que se hicieran con vino y se diese a los niños. Hoy en día seguro que algún (o alguna, seamos políticamente correctos) vigilante o vigilanta de la corrección en el hacer y el decir del pensamiento único habría denunciado a la abuela Encarna y a los padres de unos y otros y les habrían retirado la patria y la matria potestad y decretado el alejamiento del pueblo a no menos de cien kilómetros.

Se les pasará el detalle de que hay muchas, muchísimas acciones que determinan el tiempo y las circunstancias en que ocurren. Y allá, a mediados de los cincuenta, cuando la pobreza y el hambre de la posguerra aún campaban por estos lares, estas nimiedades de la corrección política le hubiesen costado a más de uno cuanto menos un solemne puntapié en sus posaderas.

Celebremos hoy San Sebastián aunque sea sin polos y sin campanas

 

 

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R. Mera

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