Isaías, Luis Pastor y pinceladas de un ayer

-¡Saías, Saías, vamoscer un corranveas!

-Ahora mismo.

Isaías soltó la plancha de carbón en su plataforma y abriendo un cajón de la gran mesa sobre la que trabajaba sacó un puñado de carretes de hilo vacíos que dio a Luis Pastor que andaba ya tumbado, ya garamballeando por el suelo de la sastrería de mi abuelo Juan Luis.

Isaías, que a la sazón debía de andar por los veinte años, era el único que entendía el especial lenguaje de Luis y, por tanto, el único que supo que lo que quería era hacer “un corral para las ovejas”.

Este tipo de conversación entre los dos podía alargarse en el tiempo sin que ninguno de los presentes, incluida mi tía Nicolasa, la madre de Luis, lograra enterarse de qué iba la conversación.

Isaías (derecha) con mi hermano Miguel. Foto Juanito Balores

La sastrería era un lugar muy animado, especialmente en verano, la época de más trabajo, ya que al estar abiertos los balcones que daban a la calle, y ser muy baja la altura de éstos con respecto al suelo, propiciaba los saludos y parrafadas de los de dentro (mi abuelo Juan Luis, mi padre, mi madre, mi tía Nicolasa, Isaías y nosotros que siempre andábamos por allí danzando) con los que iban y venían por la calle que, en el Berzocana de aquel entonces, solían ser bastantes más que los de ahora. Para los más jóvenes recordaré que la sastrería estaba situada en la casa que fue luego de mis padres y en la que ahora vive mi hermano Miguel, en la primera planta del antiguo edificio. Aún se conserva en el suelo de la puerta de entrada, en la calle Santa Florentina, número 1, una gran piedra de pizarra con la inscripción grabada de “Sastrería de Juan Luís Rodríguez”. Por cierto que mi abuelo aprendió el oficio en Argentina, en Rosario, donde vivió algunos años.

Por otra parte, las relaciones laborales también tenían un sesgo muy especial y, de alguna forma, desde entonces, Isaías pasó a formar parte de la familia y la relación con él ha sido siempre fluida y cariñosa llegando, en mi caso, hasta mis hijos pese a las ausencias y distancias.

En uno de aquello años, Isaías con una notable cojera desde niño, se operó de una pierna, por lo que debía de andar con muletas y con bastante trabajo en aquellas empedradas y empinadas calles. Tanto mis primos Juan y Manolo, como mi hermano Miguel y yo, estábamos pendientes de cuándo intuíamos que venía por la Cruz de Piedra para correr gritando ¡Isaías!, ¡Isaías!, ¡que viene Isaías!, a abrir las puertas de la calle y posteriormente a acompañarlo desde la puerta de tío Salero, en el llamado Colaíllo´el río hasta casa subiendo con él las escaleras hasta el taller. También corría Luis con su ¡Saías!, ¡Saías!.

Estuvo integrado en una pandilla de amigos muy “guerrera” y que no se perdía una sola fiesta o semifiesta tuviesen éstas el carácter que tuviesen. Señalaré entre ellos a Pacorrro, Pepe Merino o Pedro Ramono, de algunas de cuyas aventuras ya nos hemos hecho eco en esta página, logran gran predicamento la de la procesión del Viernes Santo. Siempre ejerció la soltería y tan solo me consta que una vez estuvo enamorisqueado de una pelirroja bastante más joven que él que terminó dándole calabazas. No le conocí ningún amorío más, pese a que tanto él como la cuadrilla eran clientes asiduos del baile de tía Anita, en el que su hijo Fujo, hacía las delicias del mocerío con su saxofón. Bueno aclararé que más bien eran asiduos del llamado ambigú, barra en la que se servían las bebidas, porque no creo, o al menos yo no lo vi, que nunca, salvo Pedro, bailase ninguno.

Supo superar graves problemas familiares y era, y es, muy difícil que perdiese el humor.

Años después se instaló por su cuenta, abriendo taller en la salida de la carreta de Cañamero, más o menos enfrente del comercio de Cipriano Pastor; lugar en el que también vivía con su madre y, tras la muerte de ésta, solo. Innovó la confección en la zona y lo mismo te hacía una sotana que un uniforme para la Guardia Civil, una chaqueta de pana o una falda de raso.

Con el paso de los años su dolencia en las piernas se fue agravando y fue perdiendo movilidad. Adquirió una silla con motor con la que hacia el recorrido por los bares, los pocos ya, que iban quedando. Pero la cosa se complicaba y, muy a su pesar, decidió ingresar en una residencia en la que, mira por donde, encontró el amor y sigue cosiendo.

Y aquí en esta residencia es en la que posó con mi hermano Miguel para esta foto que me ha hecho llegar Juanito Balores y que ha desatado estos recuerdos.

 

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R. Mera

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