Las vacas de La Nava, la capea y Barrizales

Las vacas de La Nava, la capea y Barrizales

Y allí estaban las vacas…

En memoria de Felipe, Miguel y Juan,

que me han dejado solo en la capea de la vida

Era sábado y el sol calentaba como a días de canícula corresponde. Agosto enfilaba su última semana y ya se habían levantado las eras en el Rehoyo, la Corcha, la Mocara y otras. Pero no era un sábado cualquiera: era la mañana del sábado de las Fiestas.

Los mozos se hallaban cerrando la plaza con carros, vigas, troncos y grandes palos que iban de las ruedas de uno a las del otro o se cruzaban de una y otra forma para cerrar bocacalles allí donde los carros no llegaban. Con aquellos se creaban “tablaos”, plataformas con tablones que servía para colocar las sillas y a los que se invitaba a novias, amigos o familiares, y especialmente a la gente mayor.

Los muchachos correteábamos de la embocadura de una calle a la de otra ganándonos alguna que otra bronca de los mozos en nuestro afán de colaborar moviendo algún palo de uno a otro lugar.

-¿Vamos a ver a las vacas a los cercaos?

Daniel Chelines lanzó la propuesta con gran algarabía y muchos “vamos” entre los reunidos.

Y allí estaban Antonio Zamarrita, Manolo Mecalientas, Pedro Tarata,  Julián Barrigaldo, Marchena, Fujito Pio, Luis Guarrino….

Y allá va la grey infantil a gritos y carrereas enfilando la carretera de Logrosán para después atajar por la callejina que, bordeando la cerca de tío Sopinas, llevaba de nuevo a la carretera, por donde ahora se hallan las piscinas, acortando toda la vuelta por la Corcha y los Morales. Chelines y su hermano, Manolo Obispo, Paco Pilón, Sananes y Samuel se pusieron al frente como buenos conocedores del terreno. Detrás el resto, por lo menos diez, entre los que se encontraban Antonio Zamarrita, Manolo Mecalientas, Pedro Tarata,  Julián Barrigaldo, Marchena, Fujito Pio, Luis Guarrino….

Nada más pasar el puente del río de los Molinos nos desviamos a la derecha, saltamos unas paredes entre zarzaleras, y la emprendimos cerca arriba entre rastrojos de pajas resecas y duras que nos producían raspones en las piernas desnudas.

Manolo Obispo pidió silencio para que tío Severo, el responsable del ganado, no nos oyese y nos lanzase alguna pedrada, pues era un verdadero experto con la honda. Contaban, y lo había demostrado en más de una ocasión, incluso en las capeas de la Plaza, que donde ponía el ojo ponía la piedra.

Las vacas que se hallaban en los cercaos para ser toreadas pastaban en La Nava y eran propiedad de “la Viuda”, pues así conocíamos a Doña Inés que con sus dos hijas solteras (Maruja y Loli), que entonces moceaban pero sin salir ni alternar, vivían en la gran casa de la Plaza, abajo, frente al Ayuntamiento, y que aún se conserva exactamente igual que en aquel entonces

Pronto divisamos las vacas, pastaban hacia el medio del cercao, pero en principio  no vimos a tío Severo.

-Allí, debajo de la encina. Está con otro hombre, dijo alguien bajando la voz.

Nos agachamos detrás de la pared y estirábamos el cuello para ver las vacas que estaban a bastante distancia.

-¡Cuidao!, que una está mirando p´acá y tiene pinta de ser de las más bravas.

Efectivamente. Una vaca negra y grandota comenzó a andar lentamente en nuestra dirección. Quedamos inmóviles. En nuestro miedo nos pareció que venía a carreras. Ni pestañeábamos mirando fijamente aquel bicho. Detrás de ella comenzaron a moverse otras. Y todas en nuestra dirección.

La vaca negra miró hacia donde estábamos

-¡Jumo!, gritó alguien

Y salimos disparados sin mirar siguiera donde pisábamos. Nos parecía que la vaca negra nos venía pisando los talones. En un plis-plas nos vimos de nuevo en el puente resoplando y haciendo aspavientos.

-¡La puta que la parió! A esa no hay quien la toree esta tarde.

Contentos y explicándonos los unos a los otros lo que cada cual había visto o lo que había sentido, todo ello con grandes exageraciones, volvimos a la plaza con el sol apretando fuerte sobre nuestras cabezas. A llegar, el reloj daba las dos de la tarde. Salimos a carreras cada uno para su casa donde contamos con todo lujo de detalles nuestra aventura.

En la hora de la siesta, cuando menos peligro había, las vacas eran conducidas a los corrales de la Plaza. En principio los corrales de encierro estaban en el lugar que ahora ocupa la Casa del Médico y, tras construir ésta, cerrando la calle entre la citada y la de la Viuda

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No les dije lo de la vaca negra para no desanimarlos

Felipe Rodríguez, Miguel Esquelina, Juan Chítala y yo llegamos a la Plaza entusiasmados. Por primera vez nos dejaban salir a la plaza a torear, a la capea. Eso sí, nos dejaron bien claro que solo a las vacas y de lejos. Había que recogerse a barrera en cuando saliese el toro. No les dije lo de la vaca negra para no desanimarlos.

El ambiente era animadísimo. Por todas y cada una de las calles que en la misma confluyen (creo que nueve pues una, como he señalado, se cerraba para configurar los toriles) acudían gentes de toda clase y condición, y con muchas mujeres portando sillas que colocaban en uno u otro lugar, bien en los tablaos, bien debajo de los carros, o en cualquier otro  que permitiese ver los toros lo mejor posible y sin peligro. Para permitir este flujo en cada calle se dejaba un hueco de paso que instantes antes de iniciarse el festejo se cerraba con palos al efecto preparados.

-¡A los toros! ¡Vamos a los toros!, se decían unos a otros camino de la plaza silla o corcho en mano

Y aunque suene cruel ahora, en aquel entonces no lo era, los más jóvenes y algunas mujeres aguerridas que se colocaban en primera línea de las barreras, portaban picas, unas varas a las que se les incorporaba una punta de hierro afilada en uno de los extremos y que se utilizaban para asustar al toro, que le doliese, y se alejase de la barrera cuando contra ella se lanzaba. Ello no impidió que en algunas ocasiones vaca o toro la echasen abajo y se fugasen por cualquiera de las calles. Sucedía pocas veces, pero era todo un espectacular jolgorio para todos aquellos que se encontraban lejos del lugar de la acción.

Se acercaba el momento. La plaza quedó completamente cerrada y los mozos iban de un lado a otro de la misma buscando el mejor acomodo junto a las barreras para poder saltar las mismas si venían mal dadas. El  ambiente era de fiesta y colorido. La gente hablaba a voces y gritaba, se saludaban de una a otra parte. Novias y madres no paraban de aconsejar

-No te arrimes que este año son muy bravas

-No te separes de la barrera

Y los mozos se estiraban galleando dispuestos a demostrar su valor a cuantas mozas en la plaza se hallaban distribuidas

Y los mozos se estiraban galleando dispuestos a demostrar su valor a cuantas mozas en la plaza se hallaban distribuidas. Algunos procuraban colocarse en el sector en que se hallaba aquella muchacha que más le interesaba. Había que impresionarla. Los más atrevidos llevaban un trapo rojo o un trozo de manta vieja que pretendían utilizar como capote.

Nosotros cuatro nos colocamos junto a la ventana de la derecha de la puerta, según se mira al edificio y tras la que se encontraban, alrededor de una mesa camilla situada junto a la misma, doña Inés y sus hijas.

-Felipe, agarraos bien a los barrotes de arriba y no los soltéis en todo el rato así, pisando la traviesa bajera, subiréis mejor si viene la vaca.

Felipe era nieto de doña Inés y de ahí el privilegio de poder estar en uno de los mejorares sitios de toda la plaza.

-¡Que sale, que sale!

Creció el bullicio en todo el recinto y una vaca irrumpió a carreras en el mismo azuzada por tío Severo que llegó hasta el medio de aquel honda en mano.

Los mozos citaban desde uno y otro lado

La vaca corría bordeando las barreras y motivando que los mozos se impulsasen arriba de las mismas provocando un sincronizado movimiento más o menos circular. Hacia arriba cuando la vaca se acercaba y hacia abajo cuando pasaba. Se hallaba aún la vaca en la parte cimera de la plaza cuando nosotros estábamos ya encaramados en lo más alto de la ventana.

Pasó corriendo sin tan siquiera mirarnos hasta que se aculó en la parte de arriba, hacia la calle del Arco, donde los mozos la citaban e incluso algún osado la tiraba del rabo intentando iniciara de nuevo la carrera.

La res dio unos pasos hacia el centro y eso nos bastó a nosotros para encaramarnos de nuevo en los barrotes.

-Pero que valientes; nos dijo Loli creo que con toda la sorna del mundo.

Pasado un rato de arranques y paradas, gritos, y algún ¡ay! que otro si la vaca se acercaba demasiado a un mozo o embestía contra los palos de la barrera, cuando entraban en funcionamiento las picas; tío Severo y un ayudante procedieron a encerrar la vaca y dar suelta a la siguiente. Esto se repetía una y otra vez y la gente disfrutaba de lo lindo.

Cogimos confianza y nos separamos poco más de un metro de la ventana

-¡Cuidao Pepe que está mirando p´acá! Chítala me tiraba de la camisa hacia atrás previniendo.

La verdad es que mucha sangre torera no teníamos

La vaca, debía de ser ya la cuarta o la quinta, se encontraba en el medio de la plaza mirando acá o allá según de dónde venían los gritos o las citas. Dio un par de pasos en nuestra dirección y saltamos como centellas a la ventana. Ya arriba miramos atrás: la vaca ni se había movido. Esto provocaba una y otras vez las risas en las tías de Felipe. La verdad es que mucha sangre torera no teníamos

Andábamos ya capeando a la última antes de la salida del toro (en realidad año tras año un novillo resabiado), cuando un murmullo se extendió por la plaza. La gente se levantaba y miraba interesada hacia atrás como buscando algo. El ruedo había dejado de interesar. El murmullo crecía.

De pronto un nombre corrió por todas las barreras

-¡Barrizales, está ahí Barrizales!

Y en ese momento un mozo espigado saltó a la plaza corriendo hacia la vaca, golpeándola en su grupa y haciendo que le siguiese a la carrera. Estallaron los aplausos.

Pero cuando el susodicho iniciaba otra carrera, un guardia civil, de tricornio y mosquetón en bandolera, hizo acto de presencia junto a la barrera. Y luego otro. Desde algún que otro sitio  de éstas comenzaron a salir silbidos hacia ellos pese a que entonces un guardia civil era toda una autoridad a la que no se podía ni rechistar

En el Berzocana de esa época todos habíamos oído hablar de Barrizales aunque los más pequeños sabíamos poco sobre él

En el Berzocana de esa época todos habíamos oído hablar de Barrizales aunque los más pequeños sabíamos poco sobre él, más bien invenciones aumentadas o fabuladas. Era un ladronzuelo de poca monta, no  mala persona, que vivía, las veces que estaba en el pueblo, con su hermana Sofía y su marido Gerardo, en la Calle Carretas, junto a la iglesia, en una casa con portalón.

Creo que ni siquiera llegó a la delincuencia. Efectuaba pequeños hurtos aquí y allá, era un indisciplinado que vivía su vida alegremente, simpático y dicharachero, que supo camelarse a todos sus paisanos que siempre le avisaban cuando se hallaba cerca la Guardia Civil, empeñada en encerrarlo a toda costa.

Desaparecía durante temporadas y volvía a aparecer de improviso. En tiempos de pocos entretenimientos, sin radio, ni mucho menos teles, las idas y venidas de Barrizales venían a constituirse en todo un acontecimiento social. Y en las fiestas de agosto siempre aparecía, de ahí que la Guardia Civil estuviese alerta y el paisanaje expectante.

Entre aplausos y gritos, Barrizales efectuó aún algunas carreras por la plaza hasta que saltó la barrera y volvió a desaparecer como había venido. Y casi todos los años esto se repetía. Un buen día Barrizales desapareció y, yo al menos, no volví a saber nada de él. Para los más pequeños era una especie de héroe aventurero al que imaginábamos mil y una aventuras.

Solo faltaba ya por salir el toro. En realidad en estos años a los que me refiero había dos toros: el del pueblo y el de los Santos, Uno se pagaba por suscripción popular y el otro lo compraba la Cofradía de los Santos. Años después solo se mercaba uno que se pagaba entre todos.

Era el “júas” un muñeco que representaba el mal y se colocaba en medio de la plaza

Era el momento en que algunos mozos se retiraban del ruedo y se acogían a seguro cabalgando a horcajadas sobre los palos. Desde los soportales de la Audiencia un grupo de mozos irrumpió a carreras en el ruedo portando un muñeco vestido de ropa vieja, con sombrero, y relleno de paja seca. Era el “júas”, muñeco que representaba el mal y se colocaba en medio de la plaza para que el toro lo destrozase. Arreciaron los aplausos.

Nos encaramamos en la ventana antes de que saliese el bicho. Era un novillo que dejó limpias las barreras efectuando un barrido por las mismas que no dejó un solo mozo en la plaza. Le citaban desde lejos y la mayoría corrían como locos en cuando el toro se movía en su dirección, aumentaban los gritos y las puyas a los “toreros”.

De pronto, el novillo se fijó en el “júas”. Se quedó quieto mirándolo fijamente en la distancia y comenzó a escarbar. Arrancó con brío enfilando al “júas”. Los gritos y chillidos inundaron todo. Tal parecía que el muñeco iba a comenzar a sangrar por los cuatro costados. Quedó destrozado en un momento mientras el autor del desaguisado seguía su carrera

De pronto, un movimiento pendular del público. Todos intentaban poder ver bien la Audiencia, los soportales del Ayuntamiento en los que el toro se había metido persiguiendo a un mozo. (Recuerdo a los más jóvenes que aún faltaban años para adecuar la plaza y construir las actuales escaleras).

Rompió la puerta que daba acceso al interior y se introdujo en el mismo.

En el edificio, arriba, en el balcón, autoridades y familiares estaban viendo el festejo. El toro intentó subir las escaleras y ello llevó el pánico a los de arriba y el regocijo a los de abajo y los repartidos en las barreras.

El toro intentó subir las escaleras y ello llevó el pánico a los de arriba y el regocijo a los de abajo

Comenzaba a marcharse el sol y llegaba el momento de dar muerte al morlaco. Un par de mozos provistos de una soga iban de acá para allá intentando lacearlo. Los otros lo citaban del lado contrario para distraerlo. Aquello se hacía ya largo y aburrido para algunos. Otros, ya en las barreras ya en el ruedo, seguían aún como si fuese el comienzo.

Anochecía ya en la plaza cuando lograron echar el bicho al suelo y darlo muerte allí mismo con un cuchillo de matarife. Ahorraré al lector los detalles.

La plaza comenzó a desalojarse no sin estruendo, gritos y comentarios de todo tipo mientras anochecía por completo. No tardaría en encenderse el incipiente alumbrado público. Los portillos en las barreras se abrieron para dejar el paso libre.

Ufanos, nos fuimos hacia el centro de la plaza no sin cerciorarnos de que el toro estaba muerto y bien muerto.

De la importancia de aquel momento da fe el hecho de que después de al menos sesenta años, aún lo recuerde con toda nitidez.

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R. Mera

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