CANGAS DEL NARCEA.-Asando castañas allá en los felices años veinte

CANGAS DEL NARCEA.-Asando castañas allá en los felices años veinte

Estoy completamente seguro de que prácticamente todos ustedes han comido castañas asadas, y también prácticamente casi todos las han asado. Pero en ésto, como en tantas otras cosas, las formas han cambiado mucho, incluso desde la utilización de aquellas sartenes agujereadas o de los tambores para la ocasión preparados, que giraban sobre dos barras encima del fuego. Ahora en los pisos no hay fuegos y salvo en alguna que otra aldea tampoco quedan sartenes agujereadas ni tambores. En la mayoría de los casos la situación se resuelve asando las castañas en el horno eléctrico o incluso en el microondas.

Hoy les invito a que vengan conmigo y un grupo de muchachos cangueses a asar castañas.

Estaban acabando los años veinte. Al salir de la catequesis, los chavales se agrupaban por amistad o  por barrios para ir a hacer amagostos al lugar que allí, sobre la marcha, determinaban. Las castañas ya las traían de casa; unos en pequeñas bolsas, otros envueltas en un pañuelo, los de más allá sueltas en los bolsillos… cualquier lugar era bueno.

A escote de uno o dos cuartos por barba compraban sidra dulce, en la cantidad que de sí daba lo recaudado, y emprendían la marcha carretera o camino adelante buscando el lugar más adecuado para establecerse y encender la necesaria hoguera para asar las castañas

Su primera preocupación era el buscar el necesario combustibles para la citada hoguera, algo que no les resultaba difícil dada la cercanía de las viñas en las que, ya recogido el fruto, encontraban abundante materia, principalmente los espinos y zarzas que los dueños colocaban en los sitios de acceso para evitar que la chavalería entrase a robar las uvas. He de precisar aquí que, no obstante, en aquellos años se respetaban las viñas como si fuesen sitios sagrados.

Todos y cada uno de los guajes sabia sobradamente el ritual a seguir y cómo hacer las cosas. Sobre el suelo colocaban una primera capa de espinos y sobre ella agregaban hojas secas para formar lo que ellos, acertadamente, llamaban cama  ya que sobre ellas colocaban delicadamente las castañas. Otra capa de hojas y sobre éstas acumulaban una nueva capa más de heterogéneo combustible. Preparado el montón llegaba el momento de encender, lo cual solía acarrear a veces algún que otro encontronazo por el aquel de quítate tu que enciendo yo aderezados por empujones de una y otra parte.

Por el aquel de hacer más llevadera la espera aprovechaban el momento para dar cuenta de las pequeñas meriendas que les habían preparado en casa.

En corro junto a la hoguera esperaban viendo como las llamas, poco a poco, se iban incrementando, aumentaba la humareda y el alborozo de la parroquia que saltaba y gritaba a las llamas que buscaban ya el coronar, crepitantes, el montículo de leña. Al aumento de la algarabía contribuía el estallido seco de aquellas castañas que habían pasado a la hoguera sin muezco.

Cuando los considerados más expertos, o los más mayores, consideraban que las castañas habían alcanzado ya su punto comenzaba el desmontaje de la hoguera entre risas y dicharachos mientras, sacando las castañas con pequeños palitos de entre las brasas,  se iban colocando en un pequeño montón del que los intrépidos  aquellos no tardaban en dar buena cuenta, muchas veces mojándolas previamente en la sidra dulce. Cuando la amistad no era mucha o había alguien muy desconfiado se contaban las castañas que aportaba cada uno y la misma cantidad se recogía una vez terminado el asado, pero siempre se comían allí en buena camaradería y entre juegos y bromas.

Acabado todo, y cuando ya la tarde se apagaba envolviendo de rojos otoñales la villa, regresaban a ésta con la misma algarabía y griterío con los que habían subido.

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R. Mera