Y aquella `cosina´ me reconcilió con el mundo

La semana llegaba a su fin hosca, agresiva, llena de contradicciones, mentiras y tomaduras de pelo desde una parte; de indiferencia ciudadana, pérdida del sentido social y de cooperación, de la solidaridad del día a día lejos de las interesadas opiniones dirigidas desde las televisiones o la del postureo del momento, desde ambas. El individualismo se erige como faro único del vivir ciudadano, todo lo que a mí no me afecta directamente no es de mi incumbencia, se dicen, nos decimos unos y otros. Cerramos los ojos y mitramos para otro lado. Tan solo cuando la desgracia o el mal momento nos llega personalmente reclamamos a unos y otros, a otros y a unos, por “nuestros derechos ciudadanos” o el “cumplimiento de sus obligaciones”, las de ellos, la de los otros.

La semana llegaba a su fin envolviéndome en el más opaco pesimismo, en la desconfianza y las dudas sobre el vivir y el pensar de nuestra más que moderna y civilizada, al decir de algunos, sociedad. Y como consecuencia un evidente pesimismo ante la realidad de la egoísta vida  individualizada que hemos creado en lo que llamamos “modernidad”.

Allí, frente a mí, depositada en la inmensidad de una cama hospitalaria, palpitaba inerme, indefensa, una nueva vida

Y entonces ocurrió. Allí, frente a mí, depositada en la inmensidad de una cama hospitalaria, palpitaba inerme, indefensa, una nueva vida. Poco más de un kilo de carne recién traída  a la vida en la objetividad del hecho acontecido. Pero una vida cargada ya de esa ánima, de ese soplo que viene a conformar el espíritu humano de lo que en su principio tan solo es un organismo animal en el natural perpetuarse de las especies. Algo se desprendía ya de aquel ser que en su quietud aún casi fetal inspiraba ternura y un querer darse al mismo inoculándole la fuerza de la vida que a su alrededor se  mostraba: su padre, su madre cansada y orgullosa tumbada en la misma cama, sus abuelas y un abuelo un tanto fuera de sitio incapaz de acercarse  a menos de un par de metros de aquella nueva vida por temor a romper cualquier devenir natural del momento, del abrirse a la vida de los humanos de aquella carne formada de la carne. Por temor de contaminarla con los pecados acumulados por la especie a la que pertenecía a lo largo de los años, de los lejanos y también y especialmente, de los más cercanos, de los que al abuelo habían llevado al ya señalado pesimismo.

Mas algo vino a romper el pausado estar del momento. De aquella pequeña criatura, débil en su propio ser e inerme ante todo cuanto la rodeaba, surgió un cuasi inaudible quejido,  un desdibujado reflejo de algo que quería ser llanto; quizás de un intento de la inconsciencia de aquella nueva vida en querer hacer ver el hecho de su propia existencia. Una llamada de la esencia humana a sus iguales, un timbrazo señalando que al margen de sus diaria preocupaciones, de su incompresibles guerras, de sus odios y envidias, de su nimiedades por ellos convertidas en gravísimos problemas, la esencia de la misma vida seguía su trascurrir inmutable en el tiempo; grande en sus momentos claves, incomprensible en sus esencias pero firme en su hecho inmutable, hecho  incomprensible para muchos y, especialmente, para este abuelo.

Le pareció volver a escuchar el tenue y casi inaudible maullido de un gatín que hace ya muchísimos años que lo despertó en su cama, en la que dormía junto a su hermano, en un duro invierno  extremeño allá en su Berzocana natal. La madre había depositado a sus crías entre los dos hermanos buscando el calor para salvarles la vida.

Y el amago de llanto se le coló dentro cual la brisa mañanera hacía por entre las hojas de los árboles cuando, por estas mismas fechas, el otoño anunciaba su llegada

Y ahora el amago de llanto le llegó de nuevo rompiendo todos cuantos otros sonidos existían en aquel espacio. Y se le coló dentro cual la brisa mañanera hacía por entre las hojas de los árboles del Paseo del Vino cangués, junto al rio Luiña, cuando por estas mismas fechas, a finales de octubre, el otoño anunciaba su llegada.

Y entonces, muy despacio, se acercó a aquella niña cuasi invisible en aquella cama hospitalaria y, suavemente, con delicadeza infinita, la acarició suavemente los piececitos desnudos. Ni siquiera se atrevió a besarla.

Intentando no hacerse notar se retiró al otro extremo de la habitación donde, disimuladamente, se secó un par de lágrimas rebeldes que, muy en contra de su voluntad, se le escaparon de los ojos.

Carla, su nueva nieta, había logrado que, de alguna forma, volviese a confiar en los humanos y, principalmente en los más cercanos, en esos que aquí y al principio se ha señalado.

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R. Mera