La especial relación de Berzocana con la Iglesia y su iglesia: Tres estampas

R.Mera: Fachada principal de la iglesia

En muchos de mis escritos he hecho referencia a la especial relación establecida entre el pueblo de Berzocana y la Iglesia. Y ello en sus dos vertientes. Una con la iglesia como edificio y otra como institución religiosa con los Santos como especial argolla de enganche en ambos casos.

Esta relación ha venido quedando plasmada año tras año y década tras década en la vida de los berzocaniegos, desde allá hasta donde alcanza la memoria colectiva hasta la actualidad, y así lo destacan tanto los vecinos de los pueblos cercanos como aquellos que por unas u otras circunstancias nos conocen bien. Y no es que sean los berzocaniegos ejemplarmente religiosos y cumplidores de los preceptos de la Iglesia Católica, nada de eso. Son al respecto como el común de los villuercanos y así se demuestra al contabilizar su asistencia a lo largo del año a los servicios religiosos y misas dominicales. Otra cosa es si estos oficios tienen algo que ver con sus Santos patronos Fulgencio y Florentina, entonces la asistencia es masiva. La influencia de esta devoción en el pueblo y la majestuosidad de la iglesia, de la que se sienten especialmente orgullosos, han determinado esa especial relación a la que me he venido refiriendo y aquí lo hago de nuevo. De una u otra forma la estructura religiosa condiciona el ser, hacer y sentir, de los berzocaniegos, se halla presente en  todos sus actos directa o indirectamente.

Voy ahora a recordar para unos, quizás los menos, y explicar a otros, probablemente los más, unos actos de carácter religioso que adquirieron especial significado en los pueblos de España durante los tiempos más duros de la dictadura franquista, aquí unidos en mis subjetivos recuerdos.

Comenzaremos por `El Santo viático´. Consiste éste en “participar en el Cuerpo de Cristo que se entrega a la muerte y en su sangre que se derrama en la cruz para entrar así en la eternidad”. Contado en román paladino, el administrar la Comunión a un enfermo grave o moribundo, a poder ser bajo las dos especies, el pan y el vino.

R.Mera

Avisado el párroco de la situación, éste lo hacía a su vez con un par de monaguillos. Una vez en la iglesia, el cura se colocaba roquete y estola y los monaguillos  sotana y roquete. Uno de ellos cogía también la campanilla más grande de las que en la sacristía se guardaban y que, generalmente, solo se utilizaba en dos ocasiones: el Jueves Santo y en la misa de Resurrección del Sábado de Gloria. El otro monago portaba un cirio. Y así las cosas, hiciese el tiempo que hiciese o fuese la hora que fuese, se echaban a la calle en camino del domicilio del enfermo que él o su familia así lo habían requerido y que en aquellos años eran todos los que a esa situación llegaban. En algunos casos, el cura se colocaba el llamado `paño de hombros´ una tela con bordados de oro, lo que daba aun mayor solemnidad  y misterio al acto.

El monago de la campanilla marchaba delante haciendo sonar ésta con lúgubre soniquete en el silencio de las calles, especialmente en invierno o noches de lluvia y frío. A su paso se arrodillaban los vecinos quitando sombrero o boina los hombres y, en muchos casos, las mujeres hacían lo mismo incorporándose  seguidamente  al cortejo, con más curiosidad que devoción,  para `acompañar al Santísimo´. En el domicilio del enfermo todo se hallaba ya completamente preparado con el enfermo semisentado en la cama, un par de velas encendidas en la mesilla de noche y algunos familiares arrodillados alrededor de la cama. Callaba la campanilla y el cura procedía. Terminado todo se volvía a la iglesia con la misma pompa y campaneo dejando en el ambiente una sensación entre tétrica y preocupante.

Fueron bastantes las veces en que acudí en calidad de monaguillo a este acto, acompañando a don Delfín o a don José posteriormente, y guardo de aquel un raro recuerdo entre la perplejidad y un diluido temor de niño sin saber muy bien a qué.

Un jovencísimo cura J.Pastor se doirige a `tocar a los Santos´ a los enfermos escoltado por los cofrades Beltoldo y José Luis Rebollo

Otra de estas salidas eclesiales tenía lugar el Domingo de las Fiestas y, como es de  razón, tenía un sentido y una ambientación totalmente distintos. Una vez terminada de oficiarse la misa mayor y los fieles de `tocarse a los Santos´, unos de los sacerdotes que al mismo habían acudido, revestido también de roquete y estola, tomaba una de las reliquias guardadas en los relicarios pequeños y escoltado por uno o dos cofrades, provisto de sus correspondientes bastones distintivos, se echaba a la calle a visitar aquellos domicilios en que se encontraban enfermos o personas impedidas, cuya relación le había sido entregada previamente, para que participasen de la festividad `tocándose a los santos¨. Al contrario de la anteriormente relatada esta ceremonia estaba dotada de una especial emotividad y, contaban entonces, era motivo de especial alegría y agradecimiento, tanto entre los por ella beneficiados como de sus familiares.

Quiero cerrar estas líneas con una anécdota. Un contrasentido que viene a confirmar lo expuesto en las líneas iníciales. La relación iglesia-pueblo era tal que si en los casos descritos la Iglesia llegaba al pueblo en esta anécdota verán como el pueblo utilizaba la iglesia, así con minúsculas.

En aquel entonces, tío Pepe Ventura era ya un hombre mayor con especial personalidad y peso en la villa. Vivía en la Calle del Prado, pero pasaba largas partes del día en la casa de tía Quica con la que mantenía, digamos, una “relación especial”. Solía sentarse en la plazoletilla de la escuela de don Fernando, donde ahora se ubica el Museo Arqueológico, sentado en una butaca de mimbre con dos cojines que amortiguaban la dureza del material.

Cuando mediaba julio y los calores aplastaban las piedras de las calles del pueblo especialmente al mediodía, desde la puerta de mi casa veía acercarse lento apoyándose en un cayado al andar y con un cojín de vivos colores bajo el brazo a tío Pepe Ventura. Enfilaba la puerta de la iglesia (entonces permanecía abierta todo el día), para desaparecer en la penumbra de aquella. Picado por la curiosidad un día me decidí a desvelar aquel misterio y, con gran cuidado y sigilo, me adentre en la misma. No vi nada anormal pero tampoco a tío Pepe Ventara. Avancé por la nave de la epístola, nada de nada. Al volver, un pequeño ruido me hizo llevar la vista bajo el coro… Y allí estaba. Sentado sobre el cojín colocado  en uno de los bancos, inclinado hacia atrás y con el bastón entre las manos dormitaba plácidamente en la fresca penumbra del edificio.

No tardé en averiguar que el paseo y la estancia eran diarios. El paisano había descubierto que no había en el pueblo lugar mejor para dormir la siesta a salvo de la implacable canícula que el edificio eclesial,

Al fin y al cabo, cavilaba, si aquí están todos los santos y no protestan por el calor es que están  a gusto y, como la iglesia es de todo el pueblo… pues eso

Y así fue durante unos cuantos años. La especial relación de los berzocaniegos con su iglesia considerada de ida y vuelta.

R.Mera: Reliquias de los Santos Fulgencio y Florentina

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R. Mera