BERZOCANA.- Un Tenorio enharinado de hace unos 65 años

La fachada de la Fábricae en la actualidad

Llovía con fuerza. El agua que caía de canales y canalones golpeaba fuerte contra el suelo creando un ruido peculiar y especial que envolvía a todo el pueblo. Era un signo característico de las largas noches de invierno en que ese golpeteo creaba un son monótono que solo era interrumpido por las campanadas monocordes del reloj de la torre de la iglesia. Acaba de llegar noviembre y hacía frío. Faltaba poco para el anochecer pero aún así me arriesgué y recabé el permiso de mi madre para acercarme hasta la plaza

-Pero en cuanto se encienda la luz te quiero ver aquí, me dijo mi madre en una cantinela que cada tarde se repetía en cada casa de cada calle del pueblo.

Durante el día no había electricidad y el alumbrado general se encendía al anochecer de la mano de tío Serafín, electricista del pueblo, que acudía al transformador de las Carretas (donde sigue) a efectuar este cometido debidamente escoltado por la chiquillería que quería, queríamos, ver como se producía aquel milagro simplemente con el movimiento de una palanca. En ese momento llegaba la electricidad a las calles y también  a las casas del pueblo. Creo recordar que en aquel entonces aún había tres o cuatro que no la tenía. Las bombillas eran de 125 W que apenas daban un hilillo de luz. La de 220 W, que iluminaban mucho más, consumían mucho y, por ende, se evitaban.

Cuando mi  madre quiso decirme que cogiese un paraguas ya corría yo Calle Honda abajo desafiando a la lluvia y sin tan siquiera esquivar los charcos. Todo ello algo impensable hoy en día.

Llegué a la Plaza y me dirigí a la Audiencia (soportales del Ayuntamiento) para ponerme a cubierto. Allí se encontraba, junto a otros tres o cuatro muchachos, mi amigo Juan Chítala.

-¡Por fin! Creí que no venía nadie; sois tos unos quejicas que no valéis para nada, en cuando caen cuatro gotas os acojonáis.

Y lo decía él, que se apuntó a todas las enfermedades habitada y por haber y que incluso pasó unos cuantos meses tumbado en una cama de escayola, algo que creo recordar ya os conté en alguna ocasión.

– ¿Y qué hacemos? con lo que llueve…

-Vamos a llamar a Esquelina y vamos a La Fábrica a que nos cuente algo José, contestó Juan con seguridad.

He de señalar aquí, por si a alguno le flaquea la memoria, que Esquelina era nuestro amigo común Miguel González, La Fábrica era la de harinas, que regentaba la familia de Juan, y José era un peculiar personaje que trabajaba en la misma y que aún anda echando la partida en el Bar de Mari sin haber perdido nada de su peculiar humor, su memoria y su cachaza aldeana. Con él trabajaba Carlos, hermano de Juan, y al que no le iban los estudios. Como eran un porrón de hermanos, decidió que lo mejor era trabajar, o en las fincas que tenían o en la fábrica, decidió esto último arropado por José que le tenía un especial cariño.

De paso hacia nuestro destino llamamos a Miguel y a carreras no tardamos en llegar.

Sacudiéndonos el agua entramos en la fábrica por una puerta arcada que más correspondía a mansión que a centro de trabajo. En seguida nos aturdió el tremendo ruido que poleas, cintas y transmisiones, de cribas y aparatos diversos que configuraban un movimiento continuo que afectaba a todo el recinto.

A grandes voces, para superar el tremendo ruido, Juan llamó a José hasta conseguir que éste le oyese y acudiese al llamado.

-¿Ónde vais con lo que llueve? Vais a criar ranas hasta en los sobacos

-Oye José, ¿sabes en qué mes estamos?

-¡Coño, como no voy a saberlo!, estamos en Noviembre

La conversación se desarrollaba a gritos pese a estar unos al lado de otros.

José pareció concentrarse, dudó un momento y acercándose las manos a la cabeza exclamó:

– ¡Joderrr! Los Difuntos, los difuntos y el Tenorio. ¡Carlos, Carlos! ¡Ven inmediatamente! Aún hubo de llamarle un par de veces más para que Carlos, totalmente enharinado, tal como estaba José, apareciese entre las máquinas pero con total tranquilidad.

-¡Cagüenlaleche Carlos, que pas el día dos y no hemos hecho el Tenorio!

-Por eso, por eso estamos nosotros aquí, para que no perdáis las buenas costumbres, precisó Juan con tono que ya preconizaba que acabaría impartiendo clases en la Universidad.

-¡Pues uñas al guarro!, exclamó José utilizando una muy berzocaniega expresión que indica la disponibilidad de ponerse a hacer lo indicado inmediatamente.

-Para las máquinas y tráete un par de sacos vacios. Vamos a hacerlo sin ensayar ni ná pa que vean estos mozos.

Sin más dilaciones se pusieron a preparar lo necesario para la representación mientras nosotros nos repantigábamos en unos sacos llenos de harina sin medir los resultados que de aquella acción podrían derivarse.

Asombrados quedamos al ver la facilidad con que Carlos y José se transformaban en doña Inés y don Juan. Unos cortes sabiamente ejecutados transformaron un par de sacos vacíos en toca para Carlos y calzón soldadesco para José. Un par de palos  pasaron a ser espada y los restos del recortado saco gárgola y sombrero para don Juan. Carlos colocó delante de sí una talanquera que pasó así de su ser campesino artilugio a enrejado conventual tras el que se colocó Carlos en su papel  de doña Inés. Con cuatro detalles más compusieron el cuadro.

Como quiera que entre nosotros aparecieron algunas risitas, aquellos dos hombres, fornidos y vigorosos, nos llamaron a capítulo señalándonos que aquello era algo muy serio y, o así lo aceptábamos, o la “puta calle”, `precisó José con determinación. Nos recompusimos y quedamos en silencio

José levantó un brazo, puso el otro en la empuñadura de la imaginaria  espada y…

¿No es verdad, ángel de amor,

que en esta apartada orilla

más pura la luna brilla

y se respira mejor?

Esta aura que vaga llena

de los sencillos olores

de las campesinas flores

que brota esa orilla amena;

esa agua limpia y serena

que atraviesa sin temor

la barca del pescador

que espera cantando al día,

¿no es cierto, paloma mía,

que están respirando amor?

Carlos afeminó su vozarrón contrarreplicando y adoptando la postra que el momento requería:

Callad, por Dios, ¡oh don Juan!,
que no podré resistir
mucho tiempo sin morir
tan nunca sentido afán.
¡Ah! Callad, por compasión,
que oyéndoos me parece
que mi cerebro enloquece
y se arde mi corazón.

Interrumpiendo sin miramiento alguno nos pusimos de pie aplaudiendo a rabiar y gritando como clá bien pagada en cualquier teatro en el Madrid de aquellos entonces en que José Zorrilla dio forma a la obra. El polvo de harina impregnaba todo, hasta la voz y los propios versos. Pero tanto al público como  a los actores de aquel momento  aquella menudencia ni tan siquiera fue percibida.

Como solían hacer cada vez que la pareja decidía representar el Tenorio, fuese el lugar que fuese, no seguían regla alguna, saltaban de uno a otro acto, de unos a otros versos, de unos a otros momentos, sin regla ni orden alguno establecido. Uno iniciaba una estrofa y el otro entraba al momento con total entrega y entusiasmo. Las risas, los aplausos y el éxito siempre estaban asegurados.

Debíamos de andar ya por la media hora de representación cuando inesperadamente Juan Chítala abandonó su improvisado asiento y sacudiéndose camisa y pantalones totalmente enharinados saltó “a la escena”, puso su mano izquierda en una imaginaria espada sujeta a su cinto y señalando a José-don Juan, saltó a la escena final de la obra, en el cementerio, metiéndose en el papel de don Luis Mejías e improvisando:

 -Por lo que veo don Juan, los muertos que vos matasteis gozan de buena salud.

Aquí me tienes, don Juan,

y he aquí que vienen conmigo

los que tu eterno castigo

de Dios reclamando están.

Qué, ¿el corazón

te desmaya?

José–don Juan no lo dudó un momento e inmediatamente tomó el hilo:

No lo sé;

concibo que me engañé;

no son sueños…, ¡ellos son!

Pavor jamás conocido

el alma fiera me asalta,

y aunque el valor no me falta,

me va faltando el sentido.

Chítala dio un paso hacia José y sin soltar el pomo de su ficticia espada levantó un dedo de su mano derecha adonizando continuó:

Eso es, don Juan, que se va

concluyendo tu existencia,

y el plazo de tu sentencia

está cumpliéndose ya.

Don Juan,

un punto de contrición

da a un alma la salvación

y ese punto aún te le dan.

Y allí fue la apoteosis final. Levándose José y volviéndose hacia nosotros ahuecó aún más su voz a la vez que subió  la tonalidad:

Tarde la luz de la fe

penetra en mi corazón,

pues crímenes mi razón

a su luz tan sólo ve.

¡Ah! Por doquiera que fui

la razón atropellé,

la virtud escarnecí

y a la justicia burlé,

y emponzoñé cuanto vi.

Giróse de nuevo José hacia un imaginario auditorio y subiendo ambos brazos continuó:

Yo a las cabañas bajé

y a los palacios subí,

y los claustros escalé;

y pues tal mi vida fue,

no, no hay perdón para mí.

¡Mas ahí estáis todavía

(A los aún más imaginarios fantasmas)

con quietud tan pertinaz!

Dejadme morir en paz

a solas con mi agonía.

Quitóse su enharinado `sombrero´ y con profesional estilo saludó a  máquinas y correas cual si abarrotada sala de teatro fuese, mientras nosotros nos levantamos aplaudiendo a rabiar y gritando vivas y bravos. Los abrazos entre unos y otros terminaron de envolvernos por completo en harina pasando a ser todos pues los fantasmas que a don Juan acababan de aparecérsele.

Era la hora de volver a casa. Salimos fuera y, en nuestra euforia, no fuimos conscientes de que seguía lloviendo a mares. Sin carreras, aunque sí a un paso ligero, emprendimos el regreso hacia la Plaza para, desde allí dirigirse `cada mochuelo a su olivo´ como sistemáticamente repetía Juan Chítala  llegado ese momento.

-¿Pero qué demonios has hecho? ¡Ven aquí inmediatamente! ¡Nuestros Santos benditos nos valgan!

En aquel momento fui consciente de mi aspecto que, por otra parte, era el mismo con el que mis compañeros habían llegado a sus respectivas casas.

El agua de la lluvia vino a mezclase con la harina acumulada en ropa y cabezas y había formado sobre cada uno de nosotros un pastiche blancuzco y pegajoso. Puse cara de no saber nada de nada, de total inocencia.

-Estas justo para que te lleve ahora mismo al horno de tía Mena para que te cueza, dijo mi madre tirando de su sentido del humor que no perdió nunca.

No me llevó al horno, pero sí me obligó a darme un buen `frete´ (lavado a fondo).

NOTA. Señalaré al lector, si es que hasta aquí ha llegado, que el horno de pan de tía Mena era uno de los tres que en aquellos años funcionaban en el pueblo y que, para reconstruir este relato he tenido que recurrir al libreto del Tenorio, pues muchas de las estrofas de las aquí trascritas, se habían perdido ya en la memoria del tiempo.

En Berzocana, 2 de noviembre de 2025

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R. Mera