Dos hojas en el calendario

Se ha venido y se está yendo noviembre sibilino como el lobo al aprisco o al prao. Y al igual que la mayoría de las hojas de los árboles se caen alfombrando el suelo de sendas, caminos y veredas, de amarillos y ocres mientras otras se agarran temblorosas a su rama, la suya, la de noviembre, se ha unido a éstas quedando colgada en solidario soliloquio con la de diciembre. De las doce hojas iníciales que llegaron a la pared del despacho, el comedor o la cocina, cuando la nieves de enero obligaban a bufandas y guantes de lana, tan solo han quedan ya dos. Y los primeros agujerillos que sostiene la de este mes ya han comenzado a desgarrarse.

Han oscurecido los pasillos y cocinas de las casas. La luz llega tenue, sin fuerzas, en un impreciso temblorcillo de indecisión. Apenas permanece. Aquellos lucidos rayos que se colaban por rehendijas y claraboyas han desaparecido en el hacer del tiempo que a esta ápoca pertenece.

En la ventana de la cocina de un quinto piso de le villa, Amelia descorre con mano tembloroso uno de los visillos. Es un acto reflejo, heredado de sus muchos años en la aldea. Aún no se ha mentalizado que a esa altura es hartamente improbable que ningún viandante pueda verla. Una columnilla de humo se eleva desde la chimenea del tejado del bloque de enfrente. Se le metió en los huesos el frío de la aldea cuando también detrás del visillo veía caer los primeros copos de nieve, unos copos indefinidos, etéreos, unos copos que casi tan siquiera a copos llegaban. Volaban revolanderos jugando al pilla-pilla entre ellos.

Han cambiado los tiempos se dijo dejando caer el visillo. No quería que la encasillaran como cotilla,  pero le privaba el fisgar y controlar si la vecinas entraban o salían, si los maridos entraban más tarde o más temprano, si había voces o sonidos revelantes del chirriar o traquetear de una cama. Esto lo había  descubierto en la villa, en la aldea no tenia vecinos en tal cercanía, las casas no estaban unas pegadas a las otras. De todas formas añoraba la aldea. Sus tejados, el sonar de la chuecas, ya casi también perdido como tantas y tantas cosas, sus caminos embarrados y llenos de hojas, el  olor de las castañas asadas en la cocina de leña o carbón. En la villa no olía a castañas asadas por Todos los Santos y los Difuntos. Las metían en hornos eléctricos y no, no, aquello era otra cosa, salían pálidas, si sabor ni fuerza; eran castañas con ictericia.

Dejó caer suavemente el visillo y se sentó en un sillón frente al televisor.

En el Paseo del Vino, por la margen de río, las hojas amarillentas seguían cayendo suavemente, revolanderas y temblorosas, como los copos aquellos de su aldea. Noviembre comenzaba a la vez que inexorablemente corría hacia su fin. En un ya tan solo quedaría una hoja en el calendario

.Comparte en tus redes sociales
Share on Facebook
Facebook
Tweet about this on Twitter
Twitter
Share on LinkedIn
Linkedin
Pin on Pinterest
Pinterest
Share on Tumblr
Tumblr

R. Mera