La leyenda de la Cabeza del Moro

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BERZOCANA: LA LEYENDA DE LA CABEZA DEL MORO

 

  

 Reyes Tores Tejero

 

 (Las localizaciones geográficas e históricas de este relato son reales)

Foto de portada: Reyes Torres

 

Publicado bajo licencia Creative Commons

 

 Allá hacia el año 1.010, dejados ya atrás los terrores desatados en torno al fin del mundo con la llegada del año 1.000, la vida seguía monótona en la pequeña aldea de Berzocana, asentada en las estribaciones de las Villuercas.

 

Aquella mañana de junio, el sol comenzaba a desperezarse tras la sierra iluminando los contornos de los canchos que guardaban la villa por el Este. La luz aún era muy tenue y sin embargo las chimeneas de algunas casas y chozas ya habían comenzado a humear. En aquellos años, la vida humana estaba íntimamente unida a los ciclos de la naturaleza. El trabajo se iniciaba y finalizaba con la luz solar; estaba prohibida la actividad laboral nocturna para evitar eventuales incendios producidos por las velas o candiles de mecha. La existencia estaba sujeta a las oscilaciones climáticas: una mala cosecha debida a la sequía  causaba inmediatamente carestía y hambre, y la debilidad física facilitaba la propagación de enfermedades como la lepra y la peste .La esperanza de vida no iba mucho más allá de los cuarenta años. No había más metas que trabajar, tener hijos y seguir trabajando.

Los escasos  medios de alimentación se ceñían a vino, aceite y carne de cabra. La producción la conformaban trigo, cebada, centeno, aceite, garbanzos, cebollas, lino, castañas, bellotas y poco más. Se pastoreaban pequeños rebaños de cabras y chivos así como de ovejas con abundancia de corderos negros.
Aquellos berzocaniegos poseían una concepción concreta del tiempo y el espacio. El devenir estaba marcado no sólo por la metereología, sino por la división de las horas canónicas que regían a toque de campana de la un tanto abandonada iglesia visigoda que se levantaba en la parte más alta del cerro sobre el que se asentaba la aldea. El territorio conocido por cualquier campesino era materialmente escaso: muchos casi no salían de su aldea. Las distancias se medían según lo que se podía recorrer en rudimentarios carros desde el alba a la puesta del sol. Solo conocían a los que vivían allí, a su lado.

Las dos calles que delimitaban la aldea de este a oeste y de norte a sur, no tenían aún forma de tales, estaban situadas sobre peña viva  y unidas por caminos más o menos cortos de travesía entre ellas.

No muy lejos de la iglesia, a la puerta de una de las viviendas asentadas sobre unas peñas, una joven se desperezaba sin complejos a la vez que se sacudía con las manos una larga y frondosa cabellera negra. Negros como el azabache eran también su ojos, grandes y luminosos, llenos de vida y curiosidad. Todo  en ella era proporcionalidad y belleza, belleza que no lograban disimular su harapienta vestimenta.

La casa, como muchas de la aldea,  tenía dos niveles: el inferior servía de establo, en el medio estaba la vivienda y en algunas ocasiones un rustico bajo cubierta (que después se llamó sobrao ) se utilizaba como granero. En las chozas, generalmente redondeadas y cubiertas con escobas o jaras, el espacio era único para personas y animales.

Tanto su nombre, Ederata, como su color y perfil denotaba el origen ibero de la joven. Pese al paso por la aldea de grupos de visigodos y de bereberes, éstos incluso se habían aposentado en la misma unos años, los rasgos distintivos se habían mantenido en su familia. De la estancia de los bereberes quedó también la costumbre en las mujeres de cubrirse la cabeza con un pañuelo.

 

Un ruido lejano puso en alerta a la joven y sus ojos dejaron traslucir preocupación y miedo. Parecían cascos de caballo. No pasó nada.

El origen de su miedo provenía del asedio a que la tenía sometida un moro, el joven  Yaqub Yusuf perteneciente a la guarnición almorávide asentada en el castillo de Cañamero desde donde efectuaban incursiones guerreras o de saqueo por la comarca. Estos grupos también mantenían una fortaleza islámica en Cabañas y guerreaban tanto contra los cristianos como contra los árabes. Es pues entendible la preocupación en el poblado en general y en nuestra joven Ederata en particular.

 

Todo había comenzado hacia casi un año. Aquella mañana nuestra joven se encontraba ladera arriba de la aldea entre desniveles de terreno cercanos a la zona conocida como Serranita retirando las malas  hierbas que crecían entre el lino que habría de recogerse en agosto. Fue en ese momento cuando unos hombres a caballo aparecieron frente a ella. Eran moros. Sintió un miedo profundo por lo que pudiera pasar, en la aldea se hablaba mucho de sus correrías. Al frente de ellos, un joven apuesto que, nada más parar, se bajó del caballo dirigiéndose a Ederata tratando de calmarla. Al mirarla directamente a los ojos sintió un calor extraño y un profundo cosquilleo nervioso en el estómago. Aquellos ojos negros acababan de cautivar al moro. Los suyos, almendrados y llenos de curiosidad y admiración, recorrieron de arriba abajo y de abajo arriba el cuerpo de la joven.

Desde aquel día, Yaqub se dejaba caer muy a menudo por la aldea. Se había enamorado profundamente de la joven e intentaba conquistarla por todos los medios. Pero el corazón de Ederata estaba ya ocupado. El objeto de sus desvelos era un joven molinero que vivía en una cabaña ladera abajo, un poco antes de llegar al río donde se encontraba el único molino del contorno que trabajaba su familia.

Los jóvenes se amaban y se veían un tanto a escondidas a medio camino entre la aldea y el molino, a la sombra en verano de unas encinas, junto al camino que llevaba a otra aldea un tanto lejana cuyo nombre Ederata desconocía. En invierno buscaban el abrigo de la aldea y la cercanía del ganado en busca de calor.

Los intentos del moro por conquistar a la joven se estrellaban un a y otra vez en los desdenes de la misma. Y a más desprecio de la joven más fuerte se desarrollaba el amor del moro hacia la  ibera.

Intentó llegar a la misma a través de sus padres y, sabedor de que sus miserias eran muchas y sus bienes pocos, se atrevió a regalarles una cabra, negra y joven, un tanto de carne ahumada y una medida de cereal. Recibió el agradecimiento de sus padres y una profunda mirada de Edereta que acabó de incendiar el corazón del joven. No hubo más.

 

Y los días siguieron desgranándose lentos y monótonos. Y a la par que la belleza de Ederata se serenaba en profunda placidez; la congoja de Yaqub se acrecentaba en profunda tristeza. De lejos, escondido entre jaras o brezos, miraba con profunda tristeza la felicidad de Ederata y el molinero en sus juegos, ya inocentes ya pícaros, en los que se enzarzaban cuando aquella salía a los campos con sus cabras y aquel abandonaba la molienda sabiendo la cercanía de la moza.

Habían pasado ya dos veranos y un nuevo invierno se acercaba. Yaqub cada vez se alejaba más de Berzocana, cada vez se mostraba más huidizo. Ni bromeaba con sus compañeros ni sonreía cuando lanzando su caballo monte arriba coronaba la base de los canchos lanzando cuesta abajo cientos de guijarros. Un rictus de amargura se había asentado en su semblante y cada vez se encerraba más en su soledad y en sus ensoñaciones amorosas. Dentro, en su corazón y ocupando todo su ser y sentir, solo un nombre, solo un cuerpo: Ederata.

Aquel año el invierno se presentó terriblemente frío. Las nieves cubrieron primero las sierras y después fueron bajando hasta llegar a la aldea y encerrar ésta con un manto de frío al que no podían frenar las míseras chimeneas faltas de leña. Pasaba un día y otro día y los habitantes de Berzocana no se dejaban ver. El frío era tremendo. Hombres y animales compartían estancias y comida en busca de calor y vida.

Mediaba enero y el día se abrió con ventiscas y rachas de nieve helada azotando los campos. Yaqub se dejaba a ir a lomos de su caballo envuelto en una capa. Su turbante, apretado sobre su cabeza, se completaba con la pieza blanca que embozaba su cara. Tan solo se veían sus ojos almendrados perdidos en un camino que no veían, en el buscar de un infinito que no tejía horizonte alguno. El caballo subía lentamente. Cuando llegó a los primeros riscos se paró. Allá al fondo, hacia su derecha, se adivinaba entre la bruma el humo de las casas de la aldea. El moro se bajó de su caballo y ascendió entre las rocas. Se sentó en una de ellas y dejó que su mirada se fuese hacia Berzocana, hacía sus caminos entre las dos calles, hasta la casa de Ederata asentada entre unas peñas sobre las que permanecería aún muchísimo años después. Pensó en la ibera, se apretó el turbante y se envolvió en su capa. Inconscientemente dejó escarpar dos largos suspiros. Lentas y sentidas las lágrimas comenzaron a fluir de sus ojos. La nieve seguía cayendo. Mezcladas lágrimas y nieve comenzaron a formar un pequeño charco allá un poco más abajo de los pies de  Yaqub.

 

Pasaron el invierno y el verano, y otro invierno y otro verano y otro y otro. Aguas, vientos y soles fueron petrificando aquella figura inmóvil entre las rocas hasta que pasó a ser una más,  a integrarse totalmente en el paisaje. Un pequeño arroyuelo iniciaba allí mismo su andadura camino del valle.

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Se iniciaba la década de los cuarenta. Aquella pequeña aldea visigoda de los inicios de nuestro relato había dado paso a un pequeño pueblo, con categoría de Real Villa, dotado de una magnífica iglesia catedralicia que guardaba un preciado tesoro: las reliquias de los santos Fulgencio y Florentina, hermanos de San Leandro y San Isidoro, que desde el sur de la Península había llegado a la Villuercas huyendo de la posible profanación árabe tras las invasiones del 711. Quizás sus huesos estaban ya enterrados en las cercanías de la  aldea cuando ocurrieron los hechos aquí narrados.

iglesia

 

En plena sementera, un 26 de octubre del año 1.223,  un labrador encontró “un cofre de mármol basto” que contenía las citadas reliquias. Los hermanos santos eran muy conocidos en la Lusitania de la época visigótica y la aparición de sus restos en esta zona tan apartada se explica en el contexto de la invasión musulmana del 711: en su huida hacia el norte los cristianos del sur esconderían sus reliquias objeto de culto en estas sierras. La historia de Berzocana cambió totalmente desde aquel octubre y la aldea creció en torno a su templo. Declarado Monumento Histórico-Artístico Nacional en 1.977, la iglesia destaca por su gran tamaño sobre el resto de la villa. De construcción mudéjar en sus inicios (siglo XV) fue después derruida prácticamente en su totalidad, a excepción de la torre. En el siglo XVI fue reconstruida por el Obispado de Plasencia merced al fervor devocional de los habitantes de la localidad a San Fulgencio y Santa Florentina.  Es una extraordinaria fábrica del gótico renacentista. Su majestuoso espacio interno se organiza en tres naves dispuestas a la misma altura y separadas por elegantes pilares fasciculados que soportan bellas bóvedas de crucería. Esta iglesia parroquial tiene empaque catedralicio. Su eje mayor  alcanza unos 35 metros de largo y el menor 18.

Las Peñas hacia los cincuenta

 

Pese a ello y a que el trazado de sus calles había aumentado considerablemente entrelazándose en torno  a las dos originarias, en las fechas que señalamos muchas de sus casas había sufrido muy pocas modificaciones. Allí, muy cerca de la nueva iglesia, en el lugar conocido como “Las Peñas”, aun se asentaban unas viejas edificaciones levantadas sobre la que fuera casa de Ederata.

La vida discurría apacible en la aldea a medida que cicatrizaban las heridas abiertas por la recién terminada Guerra Civil. El hambre y las necesidades aún existían entre sus habitantes que se afanaban en las duras labores de lograr de las tierras lo necesario para paliar aquellas.

Aquella mañana de abril, las hermanas Inés y Sole  habían partido temprano camino del arroyo de la ya conocida peña conocida como Cabeza del Moro. Ambas portaban al cuadril dos grandes cestos de ropa para lavar. La mañana estaba fresca y arriba, entre los canchos, aún permanecían enganchados jirones de niebla. Jóvenes y bulliciosas, les gustaba acudir allí a lavar a pesar de que la distancia era mayor que a otros arroyos o ríos más cercanos. Entre las peñas abundaba la hierba que invitaba a tender en la misma “al verde” sábanas y camisas de sus cuatro hermanos.

Cuando llegaron, la niebla aún no se había disipado del todo y una liguera brisa soplaba fresca sobre los brazos desnudos de las jóvenes. No les importaba su lozana juventud podía con todo. Tras bromas y charloteos ambas iniciaron con entusiasmo su tarea.

De pronto algo llamó su atención. Se miraron. Se había oído algo raro. Ninguna dijo nada. Pronto les llegó un nuevo sonido, parecía un suspiro, pero un suspiro largo, fuerte y profundo. Nunca habían oído nada igual. Se miraron de nuevo preocupadas. No entendía que nadie pudiera suspirar allí y no le pudiesen ver. El sonido parecía venir de la peña situada sobre ellas y a su derecha. Escucharon. Y de nuevo lo oyeron claro y nítido. Un suspiro largo y melancólico, un suspiro de centurias que con la brisa se perdió monte abajo camino de la villa. A lomos de la misma llegó hasta las casas de La Peñas donde quedó enredado entre las chimeneas.

Aún hoy se cuenta en Berzocana como en determinados atardeceres es posible escuchar el largo suspiro de Yaqub, allá por la peña conocida como “La cabeza del moro”.

 

 Cabeza del Moro

 

 

José Luis R. Mera

Cangas del Narcea, febrero de 2013

 

 

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R. Mera

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