Ensoñaciones acariciado por la brisa

Habrán notado mis perspicaces lectores que la cadencia clásica de la información en esta página ha sufrido altibajos en los últimos días.

Y tienen razón. Los fríos acumulados durante el pasado agosto entre umbrosas laderas, sábanas plenas de ausencias anuales y humedades incrustadas en ventanas y paredes, afectaron a mis ya sensibles huesos y músculos que pedían calor a gritos.

Las hojas ya habían comenzado a caer y las primeras nieves también habían asomado por Leitariegos y el Pico Caniechas anunciando más fríos y días cortos llenos de nieblas. Entonces decidí que era el momento.

Y ligero de equipaje y ansioso de soles inicié el camino hacia la costa atlántica donde a buen seguro encontraría, pese a haber mediado ya octubre, ese calorcillo que mi cuerpo demandaba.

Tras parada en la episcopal y cacereña Plasencia para visitar la catedral y sus múltiples rincones históricos, pusimos rumbo al suroeste pasando junto a Sevilla con añoranzas de inolvidables visitas a la ciudad cuando José Luis y Lidia nos enseñaron como vivirla y conócela lejos de las trilladas rutas turísticas.

Y aquí nos encontramos, en Punta Umbría, lugar que de lo segundo tiene poco y donde (quien me lo iba a decir) encontré el sol añorado y reencontré los largos paseos playeros desde Los Enebrales a La Canaleta dejándome acariciar los pies por el agua o hundiéndolos en la arena caliente. Y deje que me inundasen ensoñaciones sin lógica ni sentido con el ronronear de las olas al atardecer en la terraza de mi apartamento mientras un sol rojizo de fuegos se hunde en el mar y la brisa me alborota el pelo.

Y elucubrando sobre la carga de los grandes buques que esperan turno frente a nosotros para entrar en algún puerto, allá en la lejanía, me dejo acariciar por la brisa del atardecer dejando la mente en blanco y, perdónenme mis lectores, olvidándome de mi compromiso con vosotros.

Este es mi veraneo, aunque octubre inicie ya el final de sus días.

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R. Mera

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