Los mícales: aventurillas de la monaguillería berzocaniega

Los mícales: aventurillas de la monaguillería berzocaniega

La tarde estaba espléndida. Los días eran ya largos y rentables para nuestros juegos y aventuras. Terminábamos de tocar al rosario sabatino y el tiempo hasta la hora del primer esquilón se nos podía hacer larguísimo. Y no digamos para el segundo.

Bajábamos lentamente de la torre cuando Luis  Gordura, que bajaba en cabeza, se volvió impetuoso

-¡Vamos a por huevos de mícales!

-Vale, pero hay que avisar a los que están abajo para que estén atentos al primer esquilón, si no lo mismo nos pillan.

Interrumpimos nuestra bajada y corrí el cerrojo de la pequeña puerta que, a la derecha, en el descenso, daba acceso a la maquinaria del reloj y “a capilla”. Nunca he logado averiguar por qué demonios llamábamos así al espacio comprendido entre las estructuras convexas de  las grandes bóvedas del edificio y el tejado y por el que podíamos desplazarnos de pié y libremente sin problema alguno.

Canete, el más veterano, estaba con Chítala en la Cruz de Piedra, los avisaríamos de lo que pensábamos hacer  por la mirilla del reloj.

Haciendo inverosímiles equilibrios, Pablo se encaramó en la viga izquierda de las tres que sujetaban la maquinaria y colando un pie y luego otro entre las piezas que acompasadamente se movían cada una en su función coral logró colocarse tras la parte posterior de la gran esfera con numeración hacia la calle. Levantó un par de pequeños pestillos y abrió la mirilla que coincidía exactamente con el número 12 de la citada esfera. Entró un chorro de luz rojiza propia del atardecer. Pablo chillaba desesperadamente llamando a los de abajo.

-Tan atontaos, no se enteran de na, miran p´a tos laos menos p´aquí, nos dijo volviéndose

-¡Quita de ahí, que tienes una vocecina de ná!, le dije decidido

Bajó Pablo y me encaramé yo sobre la maquinaria. Asomé la cabeza. Era la primera vez que lo hacía y me sentí agusto. Desde el campanario había visto muchas veces los paisajes que se abrían hacia las dehesas mas allá de los secarrales de los cercaos, la Mocara, y del adivinado lecho del casi siempre seco rio de los Molinos. Desde esta nueva perspectiva estaba todo como enmarcado.

La esfera exterior del reloj

Logré hacerme oír y avisarlos del toque del esquilón. Ellos aplaudían y hacían grandes aspavientos al verme allí. Después comprobaría que era muy curioso desde abajo ver como desaparecía el doce y en su lugar aparecía una cara perfectamente enmarcada. Todos quisimos vivir aquella experiencia. Ahora, desde mis años, lamento que en aquel entonces aún no conociésemos los móviles y sus cámaras fotográficas, habríamos logrado unas fotografías únicas.

-¡Vamos a los mícales! Insistió Gordura apurándonos.

Abrimos otra pequeña puerta y accedimos a capilla, el espacio que anteriormente he explicado. Había aún otra ventana más que, sobre un tejadillo lateral correspondiente a las escaleras del coro, daba hacia el Colaillo´el Río, donde vivía tío Salero.

Pero permítanme, antes de seguir, que explique que eran los mícales a los que hago referencia.

Nuestros mícales, y los de toda la comarca, no era sino los cernícalos, así bautizados vete tú a saber cuándo, cómo ni por quién, y que entonces era muy abundantes.

Un mícale (cernícalo)

El cernícalo vulgar (para nosotros solo existía una especie) es relativamente pequeño comparado con otras rapaces, pero más grande que la mayoría de las aves. Tiene alas largas de color bermejo con manchas negras, así como una larga cola muy distintiva, gris por la parte superior y de borde redondeado y negro. Miden de 34 a 38 cm de cabeza a cola, y de 70 a 80 centímetros de envergadura de alas. El macho adulto medio pesa cerca de 155 g, y la hembra cerca de 190.

El cernícalo es un ave de presa diurna. Prefiere el campo abierto y matorral. Nidifican en grietas de rocas o edificios o en huecos de árboles u otras estructuras.

Como seguro que el lector coligará de inmediato en su buen razonar, los vanos que se establecían entre las cóncavas formas de las bóvedas y el tejado iban de una altura máxima en el centro hasta juntarse, allá en los laterales, donde tejado y bóvedas se unían. Y era aquí precisamente, en los huecos que se establecían entre las tejas y el muro, donde anidaban los mícales, aunque también lo hacía en los múltiples agujeros de muros y torre que establecían las distancias para colocar andamios en caso de necesidad

Los agujeros

Agachándonos cada vez más nos acercamos hacia la parte izquierda según entrábamos, la que sobrevolaba hacia la Calle Carretas. Hubimos de tumbarnos. Esquelina cogió el mando.

-Quitaros que voy yo. Creo que hay uno ahí.

Arrastrándose haciendo palanca con los codos, Esquelina inició la operación acercamiento. Pero cá. Demasiado cuerpo para tan poco espacio

-Dajái a Pablo que es el más pequeño, apuntó con criterio Juan Cotrineja

Miguel retrocedió y Pablo tomó el relevo.

-¡Aquí está!, grito eufóric. Tiene tres huevos

-¡Cógelos con cuidado y vuelve sin romperlos!

Pablo efectúo con acierto la maniobra y me entregó los tres huevos que envolví delicadamente en mi moquero, pieza que así definíamos entonces con más acierto que el posterior pañuelo.

Sin habernos enterado de que ya había sonado el esquilón seguimos con nuestra búsqueda, localizando rápidamente otros dos nidos más. Andaba Pablo intentando llegar con su mano al último de ellos cuando oímos una serie de chillidos

-¡La puta que la parió!

Pablo quiso retroceder tan rápido que se irguió antes de tiempo dándose un monumental coscorrón con las ripias que sostenían el tejado.

-¡La mícala, la puta la mícala venía a por mí!

Soltamos todos una gran risotada para más cabreo del citado

-¡Buscai un palo que va a enterarse!

No había palo disponible y Luis Gordura le alargó una teja rota. Enarbolándola cual si fuese espada con la que a Cruzada a los Santos Lugares se dirigiese, lanzose de nuevo al suelo reptando decidido hacia el nido. Aunque no le veíamos muy bien, Pablo atacaba a la mícala con la teja rota; aquella aleteaba con fuerza y chillaba como una posesa defendiendo su nido. Pablo perdió la compostura y tacos y palabrotas salían rotundos hacia la mícala. Consiguió ahuyentarla y retrocedió con otros tres huevos en la mano que vinieron a unirse con las ya guardados en mi moquero.

Mosqueado por la actitud de la mícala y aún más por nuestras risas, nos repetía una y otra vez que mejor buscábamos nidos de  tordos, que también los había, “que eran más seguros”.

Nos hallábamos ya casi al final cuando Miguel Esquelinareclamó con voz queda nuestra atención. Se había agachado y nos mostraba con el dedo uno de los agujeros redondeados que se abrían hacia el interior del templo y que se utilizaban para deslizar sogas, cuerdas de lámparas o de cortinajes, según cada momento y ocasión. El señalado caía en vertical justo encima de los bancos de la nave lateral izquierda en los que ya se hallaban colocadas las chavalas para el rosario. Unos metros más atrás estaban los de los chicos y al igual sucedía en la nave lateral derecha.

El caso es que Esquelina cogió una pequeña piedrecilla y se dispuso a lanzarla hacia abajo

-¡Más pequeña!; no nos jodas que luego coge mucha fuerza y puede hacer una pitaera a alguna.

Cambiola Miguel y la dejó caer suavemente

-¿Qué, qué?, inquirimos curiosos

-Nada. He tirado a la Maruja Chocera y nada. Voy a ver si atino a la Teresa Obispa

No elegía mal Esquelina, no. La Maruja y la Tere eran las más guapas del grupo; las que estaban más buenas al decir de los mayores que de eso parecían saber algo más que nosotros. Ambas pertenecían a nuestro grupo de amigos y nosotros no íbamos más allá del atestiguar que eran las más guapas.

Tras lanzar una cuantas chinas logramos atraer la atención de algunas de las chicas que miraban despistada hacia arriba y hacia los lados sin atinar qué pasaba. Entre risillas y siseos seguimos nuestra exploración.

Sobre el tejado del ábside, el vano o ventana al que se hace referencia

Lo que llamábamos capilla grande llegaba justo hasta el borde del tejado del ábside al que se  podía acceder directamente por un vano sin protección alguna, algo a lo que nos arriesgamos en más de una ocasión sentándonos tranquilamente en el tejado dominando desde allí todo el horizonte de la Sierra y el Puerto de Cañamero. Hoy no sería posible al estar tapiada para impedir el paso a las palomas  Hacia abajo, otra apertura daba paso a la capilla chica.

Deliberamos brevemente si bajar o no, pero allí los espacios eran mucho más pequeños y llegar a los nidos prácticamente imposible, hasta para Pablo. Por otra parte, el ruido o pequeñas piedrecitas que podían deslizarse por los agujeros cayendo al suelo podían poner en alerta al cura. Si eso sucedía estábamos listos.

Con buen criterio decidimos volver. Paramos un momento en el coro y, con cara de total inocencia, bajamos mezclados con las mozas que cantaban, mas no por ello nos libramos de la regañina de tío Juan Luis, el organista y sacristán, que nos afeaba la ausencia ya que solo había contado con un  monago para darle al fuelle del órgano.

-¡Ah, sí! ¿Qué qué fue de los huevos? No me acuerdo muy bien, pero creo recordar que alguna vez, años después y rememorando nuestra aventuras sentados en la Plaza, me dijo Juan Chítala con su socarrona picardía que se los llevó Pablo para que le hiciese una tortilla su abuela, tia Juana Parrá, vecina que era de la Calle Carretas y en un cuya casa, ya muy modificada, sigue viviendo Pablo.

Hoy en día, los mícales han desaparecido prácticamente de los campos y del tejado de la iglesia. Nosotros, desgraciadamente, cada vez somos menos.

.Comparte en tus redes sociales
Share on Facebook
Facebook
Tweet about this on Twitter
Twitter
Share on LinkedIn
Linkedin
Pin on Pinterest
Pinterest
Share on Tumblr
Tumblr

R. Mera