Los amores y tribulaciones de un seminarista en Berzocana (y v)

-V-

El desenlace

Septiembre ya había iniciado su andadura, el nuevo curso llamaba a las puertas de escolares y estudiantes. Fulgencio, tras hablar largamente con su hermana, decidió que era el momento de hablar también con sus compañeros. Quedaron al anochecer para dar un paseo.

Subieron prácticamente en silencio hasta la Cruz de los Santos, para girar luego a la izquierda carretera de Solana arriba. El sol incendiaba las dehesas y teñía de llamaradas los canchos de las Vlluercas. El verano extremeño iniciaba su camino hacia al otoño desplegando toda su panoplia de colores y olores vespertinos.

-Vamos desembucha, instó Juan José, golpeándole suavemente en el hombro. Nos habrás llamado por algo, ¿no?

-Fulgencio enrojeció. Su habitual facilidad de palabra le fallaba

-Bueno, yo, yo, el caso es que yo… no se…

-¡Vamos que te gusta la dichosa Candela y estás hecho un lio, entre Dios, tu fe y el enamoramiento de esa moza! Le espetó de nuevo y sin cortapisa alguna Juan José, el más lanzado de los tres.

-Exactamente. ¿Qué me decís?

-Reza, pide al Espíritu Santo que te ilumine y escucha a tu corazón. No quieras engañar a los demás y mucho menos a ti mismo o a esa chica, le dijo suavemente Diego.

Paso a paso, curva a curva camino del alto de Solana, Fulgencio abrió su corazón por completo a sus amigos y compañeros de estudios.

En su interior la  lucha era feroz: amaba a Dios y a Candela por igual. No era capaz de poner al Supremo hacedor por encima de sus humanos deseos.

Él quería ser sacerdote, su vocación era intensa y completa; pero también lo era su amor a la moza berzocaniega.

¿Y por que la Iglesia no consiente la simultaneidad de los dos amores?, preguntó a su amigos aun consciente de que no tendrían respuesta alguna.

La tarde caía envuelta en rojos intensos. Iniciaron la vuelta. Hay que hablar con Don Delfín, acordaron entre silencios y un latente miedo a la arrogante personalidad del párroco.

Septiembre se agotaba. Tan solo Juan José y Diego volvieron al Seminario. Y de ellos, solamente el primero llegaría a cantar misa. Fue en su pueblo, en Berzocana. Y la bandera que señalaba tal acontecimiento ondeó durante mucho tiempo atada a la alta veleta de la torre.

Era una tarde cálida de junio. Una tarde de cielos límpidos y azules, Una tarde de silencios rotos por el balar del ganado cercano y el rebuzno de un burro que pastaba.

Dos críos, con poca diferencia de edad, gritaban y corrían persiguiéndose  por la polvorienta carretera dejando atrás el Rehoyo. Un matrimonio caminaba relajado empujando un carrito con una niña que braceaba intentando llamar la atención de sus corretones hermanos.

Te Deum laudamus: te Dominum confitemur.

Fulgencio dio al inicio y entonación del himno eclesiástico toda la solemnidad que le era debida a la vez que, cariñosamente, pasaba su brazo por los hombros de Candela.

-Digo yo, que seguro que Dios está tan contento conmigo como si hubiese cantado misa

Candela paró en su andar. Giró la cabeza, la inclinó ligeramente, pues era un pelín más alta, y dio un beso en la frente a su marido.

-Seguro que sí. Por cierto, me han llamado Pepe y José María; que esta noche tenéis la cena, así que he preparado la sotana y el bonete. Seguro que te pedirán que hagas algún sermón. No tenéis arreglo, ni tú ni ellos. Creo que Guadalupe se perdió un gran prior contigo. Y Candela llevó su mano a la cabeza de su marido alborotándole el pelo mientras mostraba una amplia sonrisa. Se inclinó levemente hacia él cosquilleandole cariñosamente.

La tarde caía suavemente sobre las dehesas y los riscos de Berzocana.

En Cangas del Narcea, 17 de enero de 2022, día de San Antón.

.Comparte en tus redes sociales
Share on Facebook
Facebook
Tweet about this on Twitter
Twitter
Share on LinkedIn
Linkedin
Pin on Pinterest
Pinterest
Share on Tumblr
Tumblr

R. Mera