Los amores y tribulaciones de un seminarista en Berzocana (IV)

El Ramo en la iglesia

-IV-

El primer beso

La Novena llegaba a sus últimos días. Y entonces sucedió.

Fulgencio sabía que Candela era una de las últimas en subir al coro de la iglesia en cuyo grupo de canto estaba integrada durante los veranos. Aguardó semioculto en la penumbra de los últimos bancos bajo el coro. La vio llegar y deslizándose con sigilo inició tras ella la subida de las espaciosas escaleras. La alcanzó; Candela se paró, se ajustó el velo blanco que la cubría la cabeza quedando frente a frente con Fulgencio. Ambos se acercaron el uno a otro. Mirándose fijamente, sin hablar, sin noción alguna del tiempo ni el lugar en que se hallaban. Despacio, muy despacio, en un recorrido eterno, los labios del uno buscaron los del otro y se unieron en un fugaz beso. Apenas se rozaron, pero un gran escalofrío les recorrió a ambos. Se separaron bruscamente.  Fulgencio volvió a bajar precipitadamente, Candela siguió su ascensión lenta, con pausas de tiempo y pensamiento.

-Hoy no podré comulgar, se dijo.

Aquel beso, fugaz, casi robado del uno al otro y del otro al uno, cambió todo el acontecer diario de la pareja. Se buscaban y, cada vez más, olvidando el mantener las apariencias, eso tan necesario en un pueblo para evitar los rumores, el mal meter, o la maledicencia, que definía don José, el cura de Solana, como “el mayor pecado de todas las gentes y los pueblos”.

Agotaba el verano sus días. Los emigrantes ponían fin a sus vacaciones y Candela sabía que las suyas también.

Cada anochecer, con uno u otro pretexto, se dejaban ir hacia la Calle Honda y desde ella hacia las escaleras laterales de acceso al atrio de la iglesia. En aquel tramo había poca luz y casi inexistente el pasar de vecinos. Se besaban y acariciaban. Primero fugazmente, después apretando más sus cuerpos el uno contra el otro. Lo físico comenzaba a imponerse sobre lo espiritual, aunque la combinación era equilibrada.

El verano fue desgranando sus días agitados de calores, bullicios y gritos de niños corriendo los barrios en los anocheceres rojizos. Fulgencio y Candela seguían prodigando sus encuentros furtivos, cada vez más largos, cada día más descuidados frente a las miradas de unos y otros. Candela ya se había sincerado con algunas de sus amigas.

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R. Mera