Don Pedro, mi maestro

D. Pedro Mejías Álvarez era mi padrino. Fue también mi maestro. El único que tuve ya que en aquel entonces con la Enciclopedia Álvarez, la pizarra, el pizarrín, el lápiz y el cuaderno nos bastaba. Eso de las etapas, los cambios continuos de profesores, los PA , NM y demás zarandajas actuales nos quedaban aún muy lejos.


Creo que cualquiera de los muchos alumnos que tuvo lo primero que recordará de él es su calva. No he vuelto a encontrarme calva como aquella: brillante, reluciente, atrevida y, a la vez, venerable. Algunos lunares aquí y allá y unos pocos pelos que bordeando los lóbulos iban a morir blanquecinos en la nuca. Un sombrero ligeramente doblado de ala en la parte frontal era el encargado de cobijar aquella calva que para nosotros representaba la autoridad y la sapiencia.
Dicha calva y su voz definían a D. Pedro más que ningún otro dato físico. Una voz profunda, grave, medida. Una vocalización pausada, simétrica, de curvas fónicas regulares y perfectas.

“!Oh cariñosa Madre mía María!. Ha llegado para nosotros la hora de separarnos y nuestros corazones se ven precisados a daros la despedida llenos de pena y sentimiento…”. Rítmicamente pronunciado, este inicio de oración era la señal que, en el mes de mayo, nos precipitaba a recoger nuestros bártulos y a disponernos a rezar “La Flores”. Los Ave María de D. Pedro eran rítmicos y sosegados. Al terminar, nosotros nos lanzábamos impetuosos sobre el Santa María a toda velocidad en medio de un total embarullamiento. Teníamos prisa por salir.
Pero ya, ya. Con D. Pedro esos trucos no valían. En cuanto percibía el descarrilamiento oratorio nos hacía repetir hasta conseguir la cadencia adecuada.

Una tarde, Lorenzo Sananes y yo fuimos con él a atender las colmenas que tenía en El Prao Sordo. ¡Cualquiera le seguía!. Ni al tope de nuestra piernas en trotunos saltos conseguíamos mantener el ritmo de su rápida y medida zancada. Tarra, el hermano de Pablo “Chichas” definía aquella forma de andar como paso lobero. Llegamos derrengados. Era todo un espectáculo verle manipular en las colmenas. ¡Parecía programado!. Movimientos justos, manos seguras, adusto el semblante y fija la mirada de sus ojos claros y transparentes. Las abejas debían conocerlo como nosotros y andaban al hilo. A la vuelta, otra vez a correr.
Sus manos, blancas y cuidadas, eran hábiles con el compás, el tiralíneas, regla, escuadra y cartabón. Sobre su mesa había muchas veces intrincados planos de los que nosotros no entendíamos ni un pimiento pero que nos imponían mucho respeto. Meticuloso en todo, el verlo rotular era una delicia. Pero nuestro maestro era además ebanista. Y al decir de los entendidos, muy bueno. Yo tardé tiempo en saberlo.

Debía de ser por primavera. La mayoría de los muchachos aguardábamos la hora de entrar en clase jugando en la carretera. Era por la tarde. Un camión cargado de corcho, (los camiones de la corcha decíamos nosotros) hizo su aparición. Sin dudarlo un momento salimos a su caza y alcance. Dado el pésimo estado de la carretera de Logrosán, entonces de tierra, ésto no era difícil. Su velocidad era mínima. Un numeroso grupo le dimos rápido alcance y nos arrecolgamos de las maromas que sujetaban la carga. Al llegar a la altura de los molinos se bajaron unos cuantos. Alguien gritó: ¡Hasta la última revuelta que allí frena!. Seguimos colgados y con toda comodidad nos bajamos en la curva así llamada y que toma su nombre de ser la última que se divisa desde el pueblo. Ahora había que volver andando.
Cuando llegamos a la escuela hacia ya rato que nuestros compañeros habían entrado. D. Pedro nos puso en fila, tomó la vara reluciente y pulida, y uno a uno fuimos alargando la mano ante él. Los varazos escocían que era un gusto. ¡Menos mal que entonces no existía lo de las frustraciones que ahora tanto se lleva!. Ninguno de los intrépidos de aquel día nos hemos sentido nunca frustrados por el varazo que nos costó aquella aventura. Quizás fuese porque no era invierno ya que con las manos frías el varazo dolía mucho más. Terminamos todos de rodillas contra la pared.
Llegó la hora de salir y lo hicieron los demás, nosotros seguíamos mirando somnolientos y con la desnudas rodillas doloridas los cuadros de Franco, José Antonio y la Purísima que teníamos sobre nuestras cabezas. D. Pedro se marchó y entonces me lo explicaron. Tenía el taller de carpintería en unos almacenes cercanos de tío Diego Álvarez y a los que se accedía desde los patios de la escuela. Allí trabajaba una vez que terminaba la jornada escolar. Volvió a soltarnos ya anochecido.

Un buen día nos hallábamos leyendo en corro en los libros Vida de Españoles Ilustres. Habíamos terminado la biografía de Pizarro y estábamos con Goya. Al terminar la lectura comenzaron las preguntas. Recuerdo perfectamente el diálogo:
– A ver, Lorenzo. ( Este Lorenzo era Coleto) ¿Dónde nació Goya?.
– En Trujillo, contestó aquel resuelto.
D. Pedro le miró fijamente.
-¿Dónde nació Goya?
Calló Lorenzo inquieto ante la inquisitorial mirada.
– Lee de nuevo.
-Francisco de Goya y Lucientes nació en Fuente de Todos, provincia de Zaragoza….., Lorenzo siguió durante un par de minutos.
-Contesta ahora, Lorenzo, ¿Dónde nació Goya?
Lorenzo se embarulló y comenzó a soltar nombres a bulto.
– Coño, Lorenzo. ¿Sabes siquiera donde naciste tú?. A ver, ¿dónde nació Lorenzo Fernández Escobar?
La respuesta llegó rápida y rotunda: En Fuente de Todos, D. Pedro.
Con la misma rapidez le llegó un sonoro tortazo.

Yo me sentaba en la misma mesa que Miguel González, Esquelina. ¿Te acuerda Miguel de la lechera y las latas con brasas en el invierno?. En la de delante estaban Luís Guarrino y Antonio Zamarrita. En la primera Nicanor Sopinas. Era el mayor de la clase. Algún día tendremos que explicar de dónde demonios salían tantos motes o sobrenombres.
Desde la perspectiva del tiempo puedo decir que aquello era una escuela heroica. Una escuela de leche en polvo, frío y queso americano. Una escuela de sandalias rotas y calzones caídos.
Jugábamos en la Plaza. Si D. Pedro pasaba por allí corríamos hacia él: ¡Buenas tardes!, y volvíamos corriendo a nuestros juegos. Hoy soy maestro, pero D. Pedro sigue siendo El Maestro, mi maestro. ¿ Cuántos años en Berzocana?

Por la carretera de Logrosán, camino de la escuela, baja D. Pedro. Su paso es el de siempre: zancada larga y rítmica. El sombrero ligeramente inclinado hacia delante. los chiquillos corren… Ya no hay camiones de la corcha…ni los molinos. Hay evaluaciones y libros, muchos libros y pocos niños. El tiempo se ha detenido en el recuerdo.

Camino de la escuela baja D. Pedro Mejías Álvarez. Mi Maestro.

José Luis R. Mera

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R. Mera

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