Pepe y el carro

De cómo nací y morí en una misma tarde

La Plaza unos años después. El carro estaba en el portalón de la izquierda

Yo estaba convencido que sí, pero Maribel me asegura una y otra vez que no, que la aventura vivida con el carro la he rememorado muchas veces pero que ella no la ha visto nunca escrita.

Tendrá razón. Y por ello mismo voy a pasar a narrárosla desde mi propia perspectiva, y lo digo así porque, al fin y al cabo,  fui yo el especial protagonista de ella. No sé ni tan siquiera como puedo ahora contarla ya que el médico de Berzocana, Don Aurelio, me dijo en aquella ocasión, “no entiendo como no te has matado”. Mi madre tampoco.

En aquellos entonces si algo había en abundancia en Berzocana eran niños

Apuntaba el verano y la Plaza bullía esencialmente con las carreras gritos y aullidos, o algo parecido, que la grey infantil soltaba en todos y cada uno de los ángulos, bocacalles y esquinas del entorno. En aquellos entonces si algo había en abundancia en Berzocana eran niños. Algunas caballerías, burros en su mayoría, comenzaban a cruzar de aquí para allá en sus idas y venidas al huerto, a las ovejas, al agua… Los agricultores que con ellas caminaban o montaban se saludaban a voces o increpaban a los ociosos que ya comenzaban a llegar al principal centro de reunión y cotilleo del pueblo que era y sigue siendo la Plaza

Eso a nivel del suelo. Unos metros más arriba cientos, miles, de vencejos, de aviones, surcaban veloces el cielo chillando en circenses piruetas colectivas que nunca entendimos, ni aún entendemos, como no terminaban en catástrofes de choques multitudinarios.

La grey infantil fue agrupándose  ocupando espacios según juegos; en el Rollino otro grupo ideaba maldades sin cuento

Por grupos y afinidades, la grey infantil fue agrupándose  ocupando espacios: pídola, el pinchete, un fútbol rudimentario con una pelota de trapo, el burro arrengado, el peón… en el Rollino otro grupo ideaba maldades sin cuento.

Nosotros decidimos irnos a jugar en un carro que estaba situado junto al entonces Parador y que probablemente fuera de tío Marcial.

Y digo bien cuando afirmo que fuimos a jugar al carro, por cuanto tomamos posesión del mismo cual si de un espacio urbano se tratase. Lo que ocurrió es que terminamos jugando con el carro. Es decir, de considerarlo como un espacio que utilizábamos a nuestra conveniencia pasamos a utilizarlo como un elemento activo de nuestros juegos.

Por más que lo intento no logro precisar quiénes participábamos en aquel atrevido juego. Han pasado unos 63/65 años y la memoria se pierde entre huecos idos a negro  e imágenes difuminadas en la niebla de los años pasados. Pero por allí andaban mi primo Juan Cotrineja, Miguel Esquilina, Luis Gordura, Antonio Zamarrita, Chelines, el del Guardamontes, Antonio Huete, Fujito Pío, Manolo Obispo y Pilón, que capitaneaban el grupo, y otros cuantos más

El juego era bien fácil y, la verdad, no recuerdo en absoluto quién fue el descubridor de tan emocionante y peligroso entretenimiento. Pudo ocurrírsele  a cualquiera. Éramos “toos mu lindos” como solían decir nuestras madres, dando al “lindo” un sentido que en absoluto tenía pero que no era precisamente nada bueno.

Unos cuantos se subieron a la caja y pronto descubrieron que si se colocaban todos en la  parte trasera, la vara se levantaba, y si acudían en tropel a la delantera la vara bajaba golpeando contra el suelo

Como era habitual, el carro tenia bajada y apoyada en el suelo su vara de tiro, aunque sin el yugo. Unos cuantos se subieron a la caja y pronto descubrieron que si se colocaban todos en la  parte trasera, la vara se levantaba, y si acudían en tropel a la delantera la vara bajaba golpeando contra el suelo. ¡Emocionante descubrimiento!.

Un carro parecido

Poco apoco nos fuimos animando

-¡Ahhhhh…! ¡Todos hacia atrás!. Golpe de la caja contra el suelo y vara apuntando al cielo.

-¡Ahhhhh…! ¡Todos hacia adelante! Caja arriba y vara golpeando fuertemente contra el suelo.

Gritos, palabros, ánimos para hacer el ir y venir más rápido,

-¡Más deprisa!, ¡más deprisa!

-¡Más rápido!, ¡más rápido!; hay que ir y venir más deprisa, gritaban unos y otros.

La cosa comenzó a animase tanto que los del balón lo dejaron y se acercaron ver de qué iba aquel griterío. Algunos no dudaron en subirse al carro olvidándose del balón de trapo.

Pero aún faltaba un punto más de emoción que no tardó alguno en sacárselo de la manga. Tengo en mí que fue Chelines, pero eso es solo una intuición  más que una certeza. Y tampoco es que venga a modificar en nada el que fuera Juan o fuera Pedro, o incluso yo mismo, el que idease  la nueva aportación al juego. El caso cierto es que lo iniciamos.

Los que estábamos en el suelo nos colocamos hacia el lado de la pared, hacia el Parador, y cuando la vara subía comenzábamos a pasar a carrera por debajo de ella procurando cortar en seco la carrera cuando intuíamos que la tropada de arriba corría hacia  adelante y la vara iba a bajar. Pasábamos a  toda carrera y continuábamos por detrás del carro para volver de nuevo a la fila a iniciar una nueva pasada. Los de arriba iban y venían de adelante atrás y de atrás adelante en la caja gritando y saltando mientras mostros pasábamos por debajo de la vara  una y otra vez intentando en cada una de ellas apurar más el tiempo y cruzar cuando  la vara iniciaba  ya la bajada. Ahí era donde subían los gritos y los aplausos.

Y en esas estábamos cuando el médico, el ya citado don  Aurelio, salió de su casa, situada entre las dos calles que dan salida a la Plaza hacia la carretea de Logrosán donde aún permanece aunque dedicada  a otros menesteres. Al oír el escándalo dio unos pasos hacia el lugar e intentó llamarnos al orden advirtiéndonos de la peligrosidad que entrañaba el jueguecito en el que nos habíamos embarcado o “encarrado” que diríamos en aquel entonces. De alguna forma logró que parásemos.

Era el placer de romper las normas y echar bajo las admoniciones de los mayores como la que acababa de endilgarnos don Aurelio

Nos quedamos todos quietos mirando como don Aurelio iniciaba el camino Plaza adelante en dirección al Bar de tío Diego Álvarez, lugar al que cada tarde acudía a jugar su partida. En el momento en que le vimos desvanecerse a la altura de la farmacia que regentaba el amigo de mi padre, Antonio Sanguino, y al que la grey infantil conocíamos como Antonio “Gafas”, dado que utilizaba una de cristales muy gruesos, alguien dio un grito y el juego se reanudó de nuevo con mayor intensidad si cabe. Era el placer de romper las normas y echar bajo las admoniciones de los mayores como la que acababa de endilgarnos don Aurelio.

La vara subía y nosotros pasábamos a todo trapo. Bajaba y parábamos en seco. Y así una y otra vez hasta que…sentí un fuerte golpe en la cabeza y perdí toda noción del juego.

Como comprenderá el lector, desde que inicié mi última carrera junto al carro hasta que vi la cara de Don Aurelio justo encima de la mía, no recuerdo nada de nada

Cuando desperté me hallaba tumbado en la consulta de Don Aurelio mientras éste me reconocía y repetía machaconamente

-¡Os lo dije! ¡Os advertí! ¡Os dije que iba a pasar algo! ¡Pero ni caso! ¡No sé ni cómo estás vivo!

Como comprenderá el lector, desde que inicié mi última carrera junto al carro hasta que vi la cara de Don Aurelio justo encima de la mía, no recuerdo nada de nada. De rellenar este tiempo ya se encargaron mis compañeros de aventuras que aún hoy (los pocos que quedamos)  seguimos discutiendo si fue de esta manera o de aquella otra.

Intentemos aunar criterios. Queda claro que yo medí mal el momento y, al bajar, la vara me pilló de lleno. Según unos me aplastó la cabeza contra el suelo de tierra de la Plaza; según otros me dio pero no me aplastó; y según el último caí y por eso me dio. Yo me inclino más por la segunda opción ya que estoy convencido, como Don Aurelio, que si me aplasta la vara, dado el peso del carro y la velocidad de bajada, no lo cuento. Sí que también es cierto que durante mucho tiempo tuve la nariz aplastada (me cambió la forma para siempre) y la cara destrozada de arañazos y moretones.

Y también los es que quedé tendido y sin conocimiento en el suelo. A los gritos acudió la Consuelo de tía Berenguela que trabajaba con las Sánchez, en la casa de al lado del Parador, y que me cogió del suelo y corrió hacia la casa de Don Aurelio conmigo en brazos mientras mandaba a alguno de mis compañeros que corriese donde Diego Álvarez a avisar al médico.

Mi primo Juan Cotrineja corrió hacia su casa, donde ahora vive mi hermano Miguel y donde estaba la sastrería de mi abuelo Juan Luis. Desde la calle, preso de la agitación y el nerviosismo, gritó hacia el balcón que daba al taller encasquillándose como en él solía ser habitual cuando se ponía nervioso

-¡Tía Inés!, ¡tía Inés! ¡Que a Pepe le ha matao un carro!

-¡Tía Inés!, ¡tía Inés! ¡Que a Pepe le ha matao un carro!

Imagínense el cuadro. Amén de su madre, allí estaban también mis padres y mis abuelos paternos. Mi madre, de un humor envidiable, le preguntó

-¿Pero cómo fue? ¡Salió el carro corriendo detrás de él para atropellarle o cómo?

Pero algo vio en Juan que la puso en alerta inmediata. Soltó precipitadamente la costura que tenía entre manos y bajó corriendo hasta donde el médico. Pero la agitación en algunas partes  del  pueblo fue aún mayor por cuanto que lo que hizo Juan, lo hicieron también otros cahvales dirigiéndose hacia sus casas a comunicar a sus padres que “a Pepe Lutrera lo ha matao un carro”.

La agitación fue general y los comentarios llegaron incluso a superar la realidad y a adornarla con detalles de todo tipo, ciertos o no, como al  cotilleo de cualquier pueblo corresponde.

Y adivinado habrán ya mis lectores que si estoy escribiendo esto es porque “no morí” en aquella aventura aunque saliese un tanto maltrecho de la misma.

Me acuden a la mente los nombres de aquellos compañeros que durante años recordaron conmigo la aventura del carro y “mi casi muerte”. Ya casi no me queda con quien recordarlo. Se fueron Juan Chítala, y Parrala y Esquelina, y Fujito, y Felipe Rodríguez, y Varenes

Durante muchos años, cada verano, en algún lugar de la plaza, había alguien que sacaba el tema. Y volvíamos a revivir el momento, eso sí, ya con muchos aderezos, adornos e interpretaciones… pero año tras año lográbamos ser niños de nuevo y recordar la figura de Don Aurelio cruzando la plaza y meneando preocupado la cabeza..

Y en el momento de cerrar esta crónica me acuden a la mente el nombre y la figura aquellos compañeros que durante años recordaron conmigo la aventura del carro y “mi casi muerte”.

Ya casi no me queda con quien recordarlo. Se fueron Juan Chítala, y Parrala y Esquelina, y Fujito, y Felipe Rodríguez, y Varenes…

Y otros se han perdido entre las brumas del tiempo y la distancias: Huete, Chelines, Pilón, Gordura, Zamarrita… Tan solo allá de higos a brevas mi primo Juan Cotrineja me pregunta en la distancia:

-Pepe ¿te acuerdas del carro?

-Me acuerdo, Juan, me acuerdo

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R. Mera