Los amores y tribulaciones de un seminarista en Berzocana

En cinco estampas voy a reatarles los amores y tribulaciones de un seminarista en Berzocana. Aconteció ello hace ya unos cuantos años. Sus personajes son reales y vivieron todos la misma época. El autor se ha tomado la libertad de modificar los nombres de algunos de los protagonistas así como la recreación literaria de algunas escenas. El nombre y la descripción de Candela son reales, aunque no fue ella la que vivió la historia de amor si no otra berzocaniega a la que discretamente dejamos en un segundo plano.

Los amores y tribulaciones de un seminarista en Berzocana

-I-

El Seminario

En el lateral izquierdo de la iglesia, arrodillado en los bancos que generalmente ocupan las niñas del colegio, inclinada la cabeza sobre las manos entrelazadas, el joven miraba fijamente al Cristo barroco que, colgado del muro, miraba al infinito sin mirar.

Intentaba rezar sin conseguirlo. No lograba centrar su pensamiento en la oración. Necesitaba hablar con Cristo, necesitaba que le llegara una señal que le mostrara el mejor camino a seguir. Pero todo era un caos, un ir y venir de pensamientos atropellados, de ideas sin base, de frases sin fundamento, de inicios de oraciones vacías de contenido. En su soledad de cuerpo y espíritu luchaba con su propio yo.
Un golpe de la puerta de la sacristía le volvía a la realidad de la iglesia vacía.  Don Delfín, el párroco, salía de la misma con prisas. Le chisteo discretamente y le hizo una seña para que le siguiese. Así lo hizo el joven.

Mediaba agosto y la canícula apretaba fuerte sobre las dehesas, el entorno y las calles de Berzocana. Fulgencio había llegado al pueblo iniciado julio para disfrutar de la vacaciones con su padres y hermanos tras un duro curso en el Seminario Mayor de Plasencia. Todo se había desarrollado normalmente en lo que a estudios y convivencia respecta. Otra cosa era su vocación. Él se había venido sintiendo fuerte y asentado en ella desde sus primeros días en el Seminario Menor al que había llegado más por convencimiento de sus padres que por ninguna otra causa. Todos sus problemas y cuitas habían trascurrido dentro de la armonía que venía desprendiéndose del grupo que formaba con sus dos paisanos, Juan José y Diego, con los que llegó al seminario menor de Plasencia desde la escuela y las correrías por las calles de Berzocana y sus alrededores.

En aquel entonces, el Seminario venía a ser prácticamente la única salida para los niños de los pueblos extremeños a los que sus padres querían dar estudios Y esa, y no ninguna otra, era la causa por la que aquellos tres berzocaniegos estudiaban la carrera eclesiástica a cuya terminación ya se acercaban.

Pero todo cambió en mayo de ese mismo año en el que situamos los hechos.

Como cada curso había llegado a casa para las vacaciones de Semana Santa que habían caído muy altas. Todo trascurría con la monotonía aldeana de paseos, toques de campanas, rezos y conversaciones en la Plaza o sus cercanías al anochecer. La primavera lucía en todo su esplendor y la sangre de los jóvenes bullía a la llamada de la vida con la misma fuerza de su propia naturaleza animal. Era aquí donde la fe de nuestros seminaristas, su vocación, habrían de hacerse fuertes incluso frente al propio entorno que llamaba a la relajación y la molicie a las que incitaba el sol rojo de los atardeceres en el cotidiano paseo por la carretera de Cañamero entre el Rehoyo y el Peral de las Mozas.

Mañana: El encuentro

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R. Mera