Dejando pasar el tiempo

El tiempo discurría lento, tranquilo, con la misma pesadez que lo hacía una nube negra que comenzaba a asomarse allá arriba, muy por encima de Santa Marina. La hoja del calendario de noviembre acaba de caer silenciosa cual lo hacían las de los diferente árboles que bordean el Paseo del Vino. Como lo iban haciendo también aquellos paseantes antaño ligeros de peso y achaques y que un día dejan de pasar. Y lo hacen silenciosos, cuasi con vergüenza, como las hojas de los arboles.

Desde la recta del Pontón se percibe ahora sin obstáculo alguno el discurrir de las aguas del río, algo recuperado de las pasadas  sequías, pero aún por debajo de lo que a las fechas corresponde. Un poco antes de su margen derecha, los repollos de la huerta de Peña lucen espléndidos sin abrir del todo. Solo quedan ellos como testigos rebeldes de lo que había sido ubérrima huerta.

Recostado más que sentado en el banco situado contra el muro del chalé  del Soliso, en el Paseo, Agapito miraba sin ver más allá de la estatua del minero.

Diciembre. Estaba la tarde más que fresca y casi instintivamente se subió la bufanda de punto marrón que le había confeccionado hacía ya unos cuantos inviernos su mujer. Le fastidiaban los bloques de viviendas que impedían a su vista expandirse en busca de un más lejano horizonte. Siempre había sido hombre de espacios abiertos, de caminos estrechos y empinados que buscaban los altos de las montañas desde los cuales se apreciaban valles profundos con ríos adivinados junto a los cuales casi siempre discurría una ruidosa carretea. No le gustaban las carreteras.

Ni la villa. Había tenido que acostumbrarse y ceder a las presiones de los hijos para dejar el pueblo y el caserón, grande y un tanto destartalado, que había sido siempre la casa solariega de la familia, antaño llena de vida y ruidos y ahora desvencijado y silencioso.

Se levantó despacio desplazándose hacia las puertas señoriales del chalé. Buscaba un hueco que, esquivando los edificios que circundaban el Parque del Minero, le permitiese  ver el monte, allá hacia el oeste donde un  sol que tiritaba se acostaba, y distinguir los pequeño pueblos que trepaban por sus laderas. Los iba identificando uno tras otro y poniendo nombre a algunas de sus casas, seguro que muchas de ellas vacías ya como la suya.

-Buenas tardes Agapito

Calao pasaba arrastrando sus pies y sus muchos años pero con su humor intacto.

-¡Que bien lo pasamos por esos pueblos!, ¿eh? Ya eso que nun teníamos un duro. ¡Seguro que aún te acuerdas de las mozas tunante!

Y con el paraguas en una mano y el cayado en la otra siguió su camino con una irónica sonrisa en los labios.

Agapito no puedo por menos de sonreír. Giró y emprendió el camino a su no muy lejano domicilio

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R. Mera